En el atareado desorden de las horas finales del montaje de la exposición, Antonio López García va de un lado para otro por las salas del Thyssen, entre operarios, técnicos del museo, electricistas que ajustan focos, cámaras de televisión que toman primeros planos de las obras ya colgadas, algunas de las cuales ya tienen también la etiqueta con el título, la fecha, la técnica y los materiales. A otras solo las identifica un número sobre papel adhesivo pegado al cristal o al marco. Su hija, María López, con una desenvoltura entre erudita y doméstica, ayuda a disponer sobre un expositor aún no tapado por la vitrina de cristal varias hileras de dibujos, cabezas de escayola o de arcilla, pequeños retratos, bocetos de cabezas redondas de bebés que son los nietos sobre los que ha trabajado el artista en los últimos años: bebés dormidos boca abajo, perfiles de bebés con las líneas dibujadas y los números de las proporciones, cabezas calvas de bebés que muestran una serenidad absoluta, con los párpados entornados, en la perfecta quietud de un sueño que tiene algo de suprema contemplación budista.
Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.