Tiempos de miedo

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Mi amigo Marcos, que es psicólogo, cree en las amistades caminadas. Comemos juntos, sedentariamente, un arroz suntuoso, y luego caminamos por Madrid mucho rato, conversando, continuando los hilos de la conversación de la comida, en la tarde que ya es de pleno verano. Me intriga este oficio suyo que consiste en escuchar historias de desconocidos, historias secretas que esas personas no cuentan a nadie más que a él, al otro lado de una mesa de despacho, tras una puerta cerrada. No niego que me da envidia tanta riqueza de materiales narrativos. Marcos es un hombre tranquilo y tolerante que tiene una visión pragmática de las cosas, y que no se asombra de nada, después de muchos años ejerciendo su oficio. Está  convencido de que las personas tenemos en nuestras manos una parte grande de nuestra posibilidad de vivir felices, igual que de intoxicarnos en nuestra propia amargura. Le pregunto si se observan continuidades en los síntomas de la gente que viene a su consulta, y me dice que ahora el malestar dominante es la ansiedad: el miedo al porvenir, la incertidumbre, el pánico del profesional de éxito que ayer mismo estaba seguro de todo y hoy teme quedarse en la calle, el desaliento de quien ha perdido o está a punto de perder el trabajo o está apurando un subsidio. El tiempo y los kilómetros se nos pasan sin darnos cuenta. Me acuerdo de cuando uno no tenía dinero para comidas ni copas y se pasaba la mitad de la noche caminando y conversando fervorosamente con un amigo, en las ciudades donde a partir de cierta hora ya no quedaban bares abiertos, y donde faltaba mucho todavía para que abrieran los cafés donde desayunaban los madrugadores.