Gratitud

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Es eso lo que uno siente, ante cada persona que se acerca, que espera al sol un rato, tampoco demasiado, porque uno no es una estrella del rock, ni falta que hace, que mira a los ojos y dice un nombre, que viene a solas y se regala el libro a sí mismo o pide la dedicatoria para otro, un amigo, una amante, un esposo, un padre, un hijo, o que viene en pareja, y entonces es ella la que se adelanta y dice, nos lo firma a los dos, o es muy joven y dice que le gusta escribir y pide un consejo además de una dedicatoria, o trae muchos libros, o todos los libros, ya muy leídos, primeras ediciones que ni yo mismo tengo, o vienen con un niño al que los ojos le llegan justo a la altura del mostrador, y al que se le nota que es un niño muy querido y muy bien educado, un niño al que sus padres con frecuencia piden que también se le dedique el libro, para cuando crezca y se haga lector. Se escribe a solas, en una conversación secreta con uno mismo, avanzando a tientas, a veces dejándose llevar por la alegría de las palabras que fluyen y otras aguardando, con paciencia, con tesón, con desánimo, temiendo que tal vez no salga nada de tanto esfuerzo, soñando cuidadosamente un libro que no se sabe si llegará a existir, y que cuando por fin existe muy pronto se queda en el pasado. Y aquí están, cada día, cada año, los lectores que se hicieron mayores conmigo, y los otros, los que ni siquiera habían nacido cuando publique el primer libro, los tímidos y los desenvueltos, los conversadores y los callados, los que aprietan muy fuerte la mano y los que se despiden solo con una mirada, los que se ve que son lectores solitarios y los que comparten gustosamente los libros y la vida, cada uno tan singular, y todos con un cierto aire de familia, o al menos eso me parece a mí, conciudadanos en la hermosa democracia de la literatura, en la tarde del Retiro que de pronto tiene un olor a lluvia, cuando aún no ha estallado la tormenta.