Una vez que se ha visto ese bastón es ya difícil quitárselo de la cabeza. Es un bastón grande, rústico, con el mango encorvado, un bastón que uno asocia a manos campesinas, a manos rudas de hombre viejo. Está en el interior de una vitrina, en la exposición que celebra el centenario de la Biblioteca Pública de Nueva York, en ese edificio de mármoles, columnas, escalinatas, leones esculpidos, que es la mejor declaración de amor que conozco al mundo de los libros, a la alegría y la universalidad del saber. Uno sube las escaleras, como tantas veces, entre la gente que come el bocadillo de media mañana o lee o toma el sol sin hacer nada, tan apaciblemente como si reposaran en la arena de una playa y no en peldaños de mármol a la orilla del tráfico en la Quinta Avenida; uno cruza el umbral recibiendo ya el fresco gustoso que viene del interior y unos minutos más tarde se encontrará con ese bastón en una vitrina, sin saber al principio a quién perteneció ni por qué está aquí. Pero antes ha transitado, a lo largo de unos cientos de pasos, por algunos de los episodios decisivos de la escritura y de la lectura, y no solo de ellas, también de la música y de las formas diversas de anotarla y reproducirla, y del influjo inmenso que algo tan intangible como las palabras escritas puede tener sobre las vidas de millones de seres humanos, a través de los siglos: y un paseo también por los objetos que atestiguan esas vidas, alguno de ellos tan escalofriante como una túnica y una capucha del Ku-Klux-Klan, o tan peregrinos como el abrecartas de marfil al que Charles Dickens le añadió a manera de mango una pata disecada de su gato favorito, o tan conmovedores como la escribanía con pluma y tintero de Charlotte Brontë, o un maletín que Malcolm X llevó un poco antes de que lo mataran, con el asa gastada y oscurecida por el sudor, el tacto y el sudor de la mano de un hombre que fue asesinado hace cuarenta y cinco años.
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