Perfección de un día cualquiera, del verano que llega y todavía no agobia, con su niebla ligera de humedad en el aire y su dulzura táctil, con el sol que revive y no quema, después de un invierno tan largo, con los olores a felicidad inmediata en la orilla del río: la brisa que viene del océano, mezclada con el olor a limo, con el de la hierba fresca recién segada, una ebriedad de savia, con el de las flores en racimos blancos de las acacias, el de la crema bronceadora que una mujer en bikini tomando el sol sobre una roca de la orilla está poniéndose en los hombros. En Úbeda los niños antiguos nos comíamos esas flores blancas tan dulces de las acacias, igual que nos comíamos las moras, que nos reventaban de dulzor en la boca(luego el municipio mandó talar las moreras, las acacias, los álamos, a fin de que el calor de agosto no tuviera obstáculos). Salir a la calle con una camisa de manga corta, con los faldones por fuera, mirar la expectativa de alegría con la que camina la gente, las mujeres jóvenes con sus vestidos ligeros, sus piernas al aire, sus hombros desnudos, las sandalias, las uñas recién pintadas de los pies. Uno sabe que esta perfección empezó ayer y probablemente terminará mañana, que vendrán calores y lluvias de trópico que harán todavía más profundo el verde de los árboles, la vegetación de esta isla que no cuesta nada imaginar como una selva muy densa hace tan solo cuatro siglos, cuando llegaron los primeros colonos, cuando Times Square era un lago de castores, cuando Broadway era un camino estrecho que serpenteaba en diagonal de un extremo a otro de la isla, una vereda en penumbra por la que caminaban con ligereza sigilosa los indios Lenape, cazadores y recolectores, agricultores en pequeños claros abiertos por el fuego en los que cultivaban maiz, calabazas, tabaco, que no sabían que su mundo se habría extinguido en un par de generaciones tan solo, cuando la codicia del comercio de pieles llevara a la extinción de los castores y a la destrucción del delicado equilibro que creaban sus diques y sus lagos artificiales, cuando las armas de fuego y el alcohol aceleraron la ruina de lo que en sus imaginaciones desconcertadas había perdurado desde el origen de los tiempos.
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