Llevaba ayer toda la razón Javier Berasaluce, y yo no debería haber caído en una comparación tan cómoda, tan imprecisa: uno puede pasar muchos años en su puesto de funcionario y llevar una vida plena haciendo un trabajo digno y útil. Y lleva razón también en su queja contra la caricatura del empleado público. En la administración hay de todo, claro, como en cualquier parte, pero el descrédito incondicional de quienes trabajan en ella es uno de los grandes errores de nuestra democracia, y viene, en mi opinión, de dos direcciones, a veces convergentes: la primera, el embuste neoliberal de que todo lo público es sospechoso, ineficaz, retrógrado, y que la iniciativa privada es siempre más efectiva y más racional económicamente; la segunda, y no menos importante, es el propósito de la clase política española -toda ella- de someter la administración pública a sus caprichos y a sus intereses clientelares, reduciendo o eliminando los dos mayores obstáculos para su hegemonía, que son la independencia y la profesionalidad de los empleados públicos y la legalidad automática de los procedimientos administrativos. Cuanto más discrecionalidad política en las decisiones, más posibilidades de favoritismo y de corrupción.
A principios de los años ochenta, algunos partidos incluían en sus programas la promesa de algo que nunca llegó a existir, y que se llamaba la carrera administrativa: la posibilidad de que los funcionarios públicos, a fuerza de méritos adquiridos, de nuevas titulaciones, de esfuerzo formativo personal y constrastable, pudieran ir ascendiendo en la administración. Todo eso quedó en nada. Yo lo viví en primera persona los siete años que trabajé como funcionario, notando como crecía cada vez más la influencia política, cómo la adhesión importaba más que el mérito, cómo las administraciones, en lugar de profesionalizarse, se politizaban. Un carnet empezó a importar más que un título universitario. Ningún ámbito profesional quedaba a salvo de la ingerencia de presuntos “gestores” extraordinariamente bien pagados con cualificación escasa o nula y con un instinto de comisarios políticos.
Y aun así, si muchas cosas siguen funcionando en España, si no se ha extinguido el principio de legalidad, si hay buenas escuelas, buenos hospitales, excelentes museos y bibliotecas, oficinas en las que se tramitan documentos con rapidez y eficacia, se debe casi siempre a la supervivencia de esa figura tan desacreditada, el funcionario público, el que ha accedido a su puesto acreditando objetivamente la cualificación requerida, el que cumple con su deber a pesar del sueldo escaso y del desaliento, el que se mantiene al margen del clientelismo político, el profesor, el médico, el enfermero, el policía, el bibliotecario, el técnico superior, el que podría estar ganando mucho más en un despacho o en una consulta privada, el ingeniero forestal, el restaurador del museo, el archivero que lleva veinte años acudiendo cada día puntualmente a su oficina, haciendo con esmero lo que le gusta y sabe hacer, como acudía a casa de sus enfermos y a su consulta de pediatría el doctor, el inmenso poeta William Carlos Williams.