Buenos Aires, visto y no visto

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A la mente humana le cuesta mucho asimilar la rapidez contemporánea de los viajes. Ayer a estas horas yo miraba por la ventanilla de un taxi las fachadas de las tiendas de tejidos y de confecciones baratas en el barrio del Once, en Buenos Aires, el barullo de la carga y descarga de furgonetas estacionadas en doble fila, la conversación tranquila de dos judíos viejos con barbas y tirabuzones que podían haber estado en una acera de Brooklyn. Ahora en mi ventana del Duke Ellington Boulevard veo el olmo y el ginkgo  que en los días de mi ausencia se han llenado definitivamente de hojas, de unas hojas todavía pequeñas de un verde muy tierno, muy reluciente, rico de savia nueva. En medio quedan días aturdidos y también memorables que han tenido algo de celebración del reencuentro: con Buenos Aires, con algunos amigos, con lectores de una perspicacia y una cordialidad que le dejan a uno una sensación de gratitud algo incrédula: cómo creer que en una ciudad tan lejana personas a las que uno no conoce posean una familiaridad, una intimidad tan honda y lúcida con lo que uno ha escrito, con lo que escribió hace diez o veinte o veinticinco años, a veces con esos libros un poco secretos que solo se encuentran por azar en los cajones de ferias de segunda mano, libros un poco descuadernados o con el filo de las hojas amarillo, con el lomo combado de muchas lecturas. Tardaré días en poner en orden tantas conversaciones, tantos libros, películas, revistas, que se me desbordaban de la maleta cuando hacía el equipaje para volver, tantas imágenes de la ciudad, algunas recobradas, otras nuevas, tantas calles vistas desde el taxi por las que me habría gustado ponerme a caminar sin propósito, durante horas, mirándolo todo, escuchándolo todo.

P.S.– Escritor nacional. Veleidades cosmopolitas. Qué aburrimiento, estos enemigos, tan asiduos, tan de toda la vida, tan familiares, tan monótonos como parientes empachosos y murmuradores, tan locales, tan nacionales ellos, tan acomodados en su parcelita española de maledicencia, en una altanería despectiva que no se sabe en qué meritos se sustenta. Uno escribe, lo mejor que puede, equivocándose, queriendo aprender, viaja, intenta ensancharse la vida, ve hacerse adultos a sus hijos, y allí siguen ellos, leales, inamovibles, con el sarcasmo repetido que los años han ido gastando, con el ingenio rencoroso que les parecía irreverencia cuando eran jóvenes, haciéndose mayores en ese oficio tan triste, como el que envejece en un negociado municipal repitiendo chismes biliosos de hace diez o doce trienios.