El hombre se agacha con la mano abierta y la empapa en un cuenco o en un charco de barro ocre y luego presiona la palma contra la pared y quizás retrocede para mirar su propia huella a la luz móvil de una antorcha. Agachado, luego de pie, luego poniéndose de puntillas para llegar más arriba, el hombre unta una y otra vez la mano derecha en el barro casi líquido y va imprimiendo la misma huella con el mismo gesto repetido, sintiendo cada vez la superficie de la piedra en la palma y en las yemas de los dedos, apretando fuerte, sintiendo también los golpes de su sangre, monótonos e iguales como las manos que se multiplican delante de él, casi a sus pies, a la altura de sus ojos, más arriba, hasta el límite que aun siendo tan alto no puede superar. El hombre mide casi un metro noventa y lleva muerto unos treinta mil años. Lo que lo distingue de tantos muertos del pasado remoto, lo que lo convierte de golpe en un individuo singular, es un detalle mínimo en esa anatomía de roble: tiene muy torcido el dedo meñique. Más allá de esa pared poblada por la huella múltiple de una sola mano, ese mismo hombre dejó su rastro en más lugares de la cueva de Chauvet, en el sur de Francia, donde están las pinturas más antiguas que se conocen, donde no entró nadie ni se refugió ningún animal durante los últimos veinte mil años, porque un derrumbe de rocas tapó su entrada y dejó la cueva convertida en lo que Werner Herzog llama una perfecta cápsula de tiempo.
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