No hacen falta demasiadas cosas en la vida pero sí una habitación con una ventana; una habitación que sea de uno y con una puerta a la que en caso necesario se le pueda añadir un pestillo o echar la llave, como dice Virginia Woolf; una habitación con una ventana por la que entre algo de luz natural y desde la cual se pueda observar un fragmento de vida y un ingreso decente que le conceda a uno el sosiego necesario para sus indolencias o para sus tareas sin beneficio asegurado. En 1928, Virginia Woolf calculaba que una mujer, para dedicarse libremente a escribir, necesitaba 500 libras al año aparte de una habitación con un pestillo. Un día de octubre de ese año, el 26 exactamente, Virginia Woolf estaba escribiendo su ensayo sobre las mujeres y la literatura y al asomarse a la ventana de su habitación vio una calle de Londres populosa de gente y de tráfico. Al cabo de un momento el tráfico se apaciguó y casi se hizo el silencio, y entonces Woolf vio a un hombre y una mujer jóvenes que se encontraban en una esquina y caminaban juntos hasta tomar un taxi. La imagen inexplicablemente la llenó de felicidad; le despertó uno de esos estados de íntimo entusiasmo que hacen posible la literatura y que son instigados por ella, y en los que, dice ella, tenemos la ocasión de ver la realidad tal como es, sin ningún velo de distracción que la oculte.
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