Teología casera

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“Yo fe en el Señor y en la Virgen tengo mucha, pero los curas no me han gustado de nunca”, dice mi madre por teléfono. Se queja del resfriado y del mal tiempo que no acaba este año, pero está contenta porque Antonio y Elena han pasado unos días de vacaciones con ella, en esa casa tan grande y tan fría en la que me da congoja imaginarla, ella sola, rodeada de ausencias, de habitaciones vacías. “Yo pido mucho, y el Señor me lo concede. Si no me lo concediera cómo iba yo a valerme, aquí sola, con los años que tengo. Voy a empezar una tarea y le pido a la Virgen: ‘Virgen mía, pon tus manos antes que las mías’. Por la noche, al acostarme, le rezo al Señor por todos vosotros, por Elvira, por vuestros hijos,  por mis hermanos, y por los que ya están muertos, padre Manuel, madre Leonor, tu padre. No se me olvida ninguno. Por las mañanas me despierto y le doy gracias al Señor por dejarme vivir otro día. Lo que yo no soy es una beata. Ya ni voy a misa. Si el Señor está en todas partes, pues también estará aquí. Cuando los nenes tienen que hacer un examen o algo rezo por ellos. Por lo que no rezo es por cosas de dinero, o ahora cuando tu hija se ha examinado del carnet de conducir. Me dijo, abuela, ¿vas a rezar por mí? Y yo le contesté, nena, por esas cosas no rezo, no vaya luego a pasarte algo con un coche. Ayer quería que me fuera con ella a tomar chocolate con churros, porque era Viernes Santo. Pero a dónde voy yo, con lo torpe que estoy. Y no iba a pasar el Señor en la cruz a mi lado y yo comiendo churros”.

Después de comer se queda dormida viendo Amar en tiempos revueltos. Terminó de leer Casa desolada, que le había regalado mi hermana, y como le gustó tanto la está leyendo otra vez. Dice: “La única queja grande que me voy a llevar al otro lado es la de no haber podido estudiar. La única. Eso es lo que más me duele”.