Unanimidades

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Se fue Arturo esta mañana a visitar a un amigo suyo búlgaro que vive en Toronto -hay ahora una internacional de jóvenes europeos que me parece envidiable, y prometedora- y me he quedado solo y un poco afantasmado, habituándome al silencio de la casa, holgazaneando, después de días de mucho trabajo y de ir con él de un lado para otro. A media mañana caigo en la cuenta de que hoy es Viernes Santo. En las iglesias se anuncian servicios religiosos, casi siempre con música. Por la calle se ven familias judías muy arregladas camino de la sinagoga, porque también es la pascua para ellos, Passover, Pesaj. Es curioso que en estas fiestas las familias judías observantes de este barrio se parezcan a las familias españolas bien arregladas y formales en los días de fiesta de cuando yo era niño: las madres del brazo de los padres, los niños muy peinados y con pantalón largo, las niñas con vestidos, con rebeca de lana, con medias y zapatos de charol, con lazos en el pelo. El domingo pasado, en la breve isla ajardinada de Strauss Park, había un grupo de católicos con palmas de domingo de Ramos, gente humilde y trabajadora de México y de más al sur, siguiendo en español los rezos que alguien iniciaba con un megáfono. En la acera contigua la gente tomaba el sol o iba activamente a lo suyo.

Me acuerdo de los viernes santos abrumadores de Úbeda, de Granada. Cuando yo era niño la Semana Santa era obligatoria porque éramos un país católico y porque la jerarquía eclesiástica fue la gran beneficiaria ideológica de la tiranía. Me hice mayor y vino la democracia, y la Semana Santa sigue siendo obligatorio y unánime, ahora porque es cultura vernácula. No tengo nada contra la fe de nadie, ni contra las personas que disfrutan tranquilamente de sus procesiones. Pero no me gusta  esa omnipresencia que invade por completo las ciudades, que no parece admitir la posibilidad o la legitimidad de quedarse al margen o de lamentar año tras año la farsa anticonstitucional de las autoridades de un estado laico marchando en las procesiones, o simplemente de no enterarse de lo que no va con uno. Es como si la contrarreforma,  el exhibicionismo de religiosidad intransigente que duró tantos siglos en nuestro país,  no hubieran acabado: en la fiesta, en la procesión, en cualquier feria, hay una presión de uniformidad que a mí, desde adolescente, me ha provocado un deseo instintivo de huir. Recuerdo un viernes santo, en una vida mía anterior, en Úbeda, asomado a un balcón junto a un fundamentalista de las procesiones que me señalaba el gentío de la calle: “Toda Úbeda está aquí, a toda Úbeda le apasiona la Semana Santa. Los que no se emocionan es que son anormales”. El hombre no lo dijo con mala voluntad: ser de Úbeda y no participar del ritual colectivo no le cabía en la cabeza.

Esa costumbre de celebraciones unánimes que ocupan todo y dejan en suspenso durante días o semanas el espacio y el ritmo de la vida civil sospecho que contribuye a nuestra dificultad para aceptar de corazón lo que no se nos parece, la opinión que no es como la nuestra, el pleno derecho de los demás a no ser como nosotros, a no pertenecer a ese nosotros apelotonado y fácilmente agresivo cuando percibe o imagina una ofensa, y que lo mismo se encarna en un equipo de fútbol que en un partido político, en una cofradía, en un orgullo local, en esa expresión cotidiana con que se alude aprobadoramente a aquello que es como tiene que ser, sin posibilidad de alternativa: “Como Dios manda”.

La Chía, en Granada.
La Chía, en Granada.