Me ha impresionado mucho encontrarme de pronto con la noticia de que ha muerto Miguel Martínez-Lage. Siempre nos sorprende la muerte, como si no fuera lo bastante habitual. Pero Miguel era un hombre casi joven, de 50 años, tan plenamente activo que no parecía que tuviera tiempo de morirse aún. Lo vi una sola vez, hace unos años, en Madrid, en un acto público en el que había mucha gente. Se me acercó para darme las gracias por un artículo que yo acababa de publicar sobre su traducción de “Absalón, Absalón”, esa novela prodigiosa de las que han, hemos, aprendido tanto, tantos escritores. La leí por primera vez en una vieja traducción de Alianza venida de Buenos Aires, como tanta de la literatura internacional que nos llegaba en los primeros setenta. Me enseñó que una novela podía ser construida como un juego de voces que van contando cada una una parte de la historia: y que el pasado no es algo sólido y estable, sino una construcción muy frágil que depende de testimonios singulares y de hechos que con el tiempo y los relatos se convierten en leyendas. Cuando apareció la nueva traducción de Martínez-Lage me gustó revisarla en paralelo con el original, admirando su talento poético, esa capacidad de crear en la propia lengua un equivalente fiel de lo que fue escrito en otra. A mí me parece un trabajo dificilísimo, pero Martínez-Lage decía que Faulkner se traduce solo, él sabría por qué. Viendo su foto en el periódico con un cigarrillo en la mano me he acordado de que durante aquella conversación no paraba de fumar. En el periódico dice que murió solo y tal vez mientras dormía y que es posible que la causa fuera un ataque al corazón. El oficio de traductor, más aún en España, es imprescindible y también ingrato y casi siempre invisible y mal pagado. Hay algo muy noble en quien a pesar de todo lo hace muy bien. A mí me gusta haberle dado una alegría a Miguel Martínez-Lage aquella vez que escribí sobre su traducción de William Faulkner. Descanse en paz.