Quién sabe de dónde vienen las historias. De joven uno piensa que inventarlas, construir tramas brillantes, encontrar una forma original de contar, es un talento específico y más bien secreto que posee muy poca gente, los escritores, los maestros. Uno quiere ser literario sin interrupción, sublime sin interrupción, como el dandi de Baudelaire, y se enamora de libros que tratan de escritores y de escritores que ejercen de manera incesante como tales, que van vestidos de escritores y hablan como escritores con otros escritores y son tan literarios que los críticos literarios los adoran, sabiendo que pisan un terreno seguro, el de la literatura evidente, la literatura literariamente enroscada alrededor de sí misma. Uno hace o se propone hacer diagramas de argumentos; uno lee las conversaciones de Truffaut con Hitchcock y las cartas de Flaubert y a poco que se descuide se convence desoladamente de que le falta originalidad o imaginación, o de que la literatura les sucede a otros y sucede en otra parte, en los lugares distinguidos y lejanos en los que las cosas ocurren de verdad, donde los escritores se juntan para discutir y beber hasta las tantas de la madrugada como si vivieran en el París de la Generación Perdida, donde los escritores viven esas experiencias que son propias de escritores y que sirven de material para los libros. […]
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