Se mencionó ayer aquí a Jaime Gil de Biedma y yo me acordé de una o dos veces que lo vi en Granada, en los primeros ochenta. Una de ellas, de noche, yo pasaba junto a las cristaleras del café Suizo y lo vi sentado en una mesa, de perfil, fumando, charlando con amigos de la ciudad. Pocos años después cerraron el hermoso Café Suizo y hubo una gran marejada ciudadana para que no tiraran el edificio, en esa ciudad con tanta afición a hacer escombros de lo mejor que tiene, y se logró salvarlo. Ahora no es un café sino un Burger King y un Haagen Dasz, o como se escriba.
Años más tarde, cuando yo ya había publicado algunas cosas, me lo presentaron, creo que Luis García Montero. Gil de Biedma era calvo, fornido, amable, bronceado, compacto, fumador. Yo le tenía demasiada admiración como para hablarle con soltura. Me dio luego mucha pena saber que estaba muy enfermo, que iba a morirse de sida en una época en la que no había medicamentos eficaces. Un premio Nobel de Literatura hizo algunas bromas macabras sobre el asunto. Luego el premio Nobel se murió él también. Como decía el poeta granadino Ibn al-Jatib, en unos versos dedicados al regocijo de sus enemigos cuando supieran que había muerto: “Alegraos si fueseis inmortales”. A Ibn al-Jatib lo tradujo de maravilla otro amigo granadino, Emilio de Santiago.
Juan Marsé y su mujer, Joaquina, cuidaron a Gil de Biedma hasta el final. Era mejor poeta que cualquiera de sus muchos discípulos. Cuando escribía sobre la fatalidad y la sinrazón del deseo era insuperable. Con la misma naturalidad con que había escrito dejó de escribir. De pronto hace ya mucho tiempo que está muerto.