Que sea noticia de primera página que Woody Allen ha tocado el clarinete en Avilés es casi tan (llamativo) como que diez mil personas hayan acudido a escucharlo. Diez mil personas. Me pregunto varias cosas: cuántos conciertos memorables se celebraron ayer en España, en auditorios o pequeños locales, de los que ningún medio da ninguna noticia, porque ya casi han desaparecido la información y la crítica musical rigurosas; a cuántos músicos infinitamente mejores que Woody Allen puede escuchar uno a diario no ya en los clubes, sino en el metro de Nueva York o de cualquier gran ciudad, o en restaurantes donde tocan de fondo sin que les preste atención la mayor parte de la gente conversadora y dominguera que toma el brunch. En un restaurante del todo vulgar de University Place toca a veces los domingos Ron Carter. Que le pregunten al amigo Carlos Pérez Cruz como se las arregla un músico en nuestro país para llegar a fin de mes. En una música tan rica, tan variada, tan plural, tan universal como el jazz, lo que hacen Woody Allen y su banda es una cosa entre pintoresca y geriátrica que no tiene mucho más interés que un cuadro flamenco para turistas, que una de esas paellas con mucho amarillo y mucha gamba que se anuncian en fotos de tamaño natural en las puertas de algunos restaurantes playeros. Los músicos que lo acompañan son dignos, claro que sí. Y el hombre hace lo que puede. Hace de Woody Allen tocando el clarinete. Y me imagino el boato, y las autoridades, y los agasajos, y los políticos haciéndose fotos. Lo que no quiero imaginarme es cuánto dinero público nos ha costado, o si también hemos pagado el avión particular en el que viaja siempre el artista.
País con ciertas deficiencias auditivas…(Versión ligeramente revisada)
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