Mi abuela Leonor, que murió hace ahora veinte años justos, trabajó de joven como lavandera y mujer de la limpieza en el cortijo donde su marido, mi abuelo Manuel, era mulero. Hoy he recordado cosas que ella contaba. Cada mañana, las lavanderas se ponían en el patio debajo del balcón del dormitorio de los señores, y las doncellas les tiraban la ropa que los señores habían usado una sola vez, y dejado caer en el suelo al desnudarse o cambiarse. Grandes cestas de ropa que había que lavar en el agua del río, fuera invierno o verano. La señora del cortijo de vez en cuando bajaba al gallinero para elegir un pollo, y si veía alguno que parecía enfermo o al que se le había roto una pata le decía a mi abuela: “Leonor, ese pollo que está malito se lo comen ustedes”. De modo que las criadas a veces decidían que algún pollo perfectamente saludable tenía pinta de mala salud y, después de solicitar la aprobación distraída de la señora, se lo repartían entre sí.
Los señores también tiraban los juguetes nuevos o casi nuevos de los que sus hijos se habían aburrido. Una vez a mi madre, que era muy pequeña, le regalaron una muñeca de cartón, una pepona de carrillos relucientes y melena corta a la manera de los años treinta. Después de pasarse el día entero jugando con ella mi madre la dejó en el corral y a la mañana siguiente encontró con desolación que la lluvia la había deshecho. Con casi ochenta y un años se acuerda perfectamente de aquella muñeca.
Tirar las cosas era una de los privilegios y de las rarezas de los ricos. Los pobres esperaban a que cayera la ropa sucia debajo del balcón, y cuando los señores, a los pocos días, abrían sus armarios o los cajones de sus cómodas la ropa aparecía limpia, planchada, perfumada.
Ahora, en España, mucha gente tira y abandona lo mismo una botella de licor recién compartida a morro que una bolsa de patatas o una lavadora vieja, con la tranquilidad de que alguien irá limpiando detrás. Cuando estoy en Madrid paso en mis caminatas matinales por una zona alta de la calle Serrano en la que abundan los colegios privados. Después de la hora del recreo -o el segmento de ocio, o como hayan decidido ahora los expertos pedagogos que debe llamarse- la acera junto a la puerta es un muladar: latas de refrescos, botellas, colillas, bolsas de patatas, envoltorios de bocadillos, basura. Se ve que la limpieza no es una asignatura en los colegios de élite. Lo confieso: soy obsesivo en estas cosas. Una botella o un contenedor de comida tirados en la acera o en la hierba de un parque me hieren como una ofensa personal. Cuando vivía en la plaza de las Salesas cada mañana de sábado el pequeño jardín a los pies del busto de Rousseau era un vertedero de botellas rotas, bolsas de plástico y charcos de meadas. Se ve que la diversión nocturna no estaba completa si no se dejaba un rastro de inmundicia. Y tampoco se podía decir nada, porque entonces uno era un avinagrado, un aguafiestas, un carca proclive a censurar a los jóvenes, a los que al parecer la sociedad les negaba alternativas de ocio. Qué curioso que se discutieran en los medios y en la política alternativas de ocio en vez de alternativas de trabajo. Casi lo único que se ha socializado con éxito en España es el señoritismo. Ahora los criados son los trabajadores de la limpieza.