En lo que llevo de vida, he conocido ya varias explicaciones absolutas e indiscutibles del mundo. La primera fue la católica, hasta los catorce o quince años: el mundo había sido creado por Dios en siete días, y por culpa de Adán y Eva los seres humanos nacíamos en pecado, y el orden establecido de las cosas era legítimo porque procedía de la voluntad divina. Después vino la explicación marxista: la economía era “el determinante en última instancia”, por decirlo en la prosa de la época, tan pasajera como el pantalón acampanado; la historia iba en una dirección, y el motor que la propulsaba era la lucha de clases. Más o menos coincidiendo con el final de la hegemonía cultural del marxismo llegó la explicación freudiana: ahora el motor no era la economía, ni la voluntad divina, pero también era omnipotente, y soberano: el sexo.
A las personas, en el fondo, suelen darnos igual la explicaciones, con tal de que sean absolutas. Ahora le toca a la ciencia, o a una zona de ella relacionada con la biología, el evolucionismo, la etología. Eso viene de antiguo: la teoría de la evolución pareció explicar a finales del siglo XIX la supremacía de unas “razas” sobre otras, o el individualismo capitalista. La eugenesia tuvo pedigree científico no sólo en la Alemania nazi, sino también en una Suecia ya regida por la socialdemocracia. En un libro de Temple Gradin, esa mujer extraordinaria a la que su autismo le ayudó a estudiar y comprender a los animales -las vacas o los perros eran más inteligibles para ella que los seres humanos- se cuenta que la idea de que los lobos o los perros se organizan jerárquicamente bajo la supremacía de un macho alfa es en gran parte un malentendido: las manadas de lobos que suelen estudiarse han crecido en cautividad. En la naturaleza, cuenta Gradin, los lobos forman unidades familiares en las que no hay diferencias apreciable entre el macho y la hembra que son el eje de la manada. En los grupos de perros hay un macho dominante porque no suelen conocerse entre sí; lo que busca un cachorro no es el célebre macho al que seguir, sino unos padres.
En The Selfish Gene Richard Dawkins argumenta de forma muy persuasiva que la competencia evolutiva no es ni siquiera entre especies e individuos sino más elementalmente aún, entre genes programados para replicarse. La lectura thatcheriana no se hizo esperar: there is no such a thing as society. No hay sociedad, solo individuos. Pero basta asomarse a la idea ecologista -en el sentido no político, sino científico de la palabra- para descubrir el concepto de la co-evolución: no hay especie que no evolucione en interacción con muchas otras, hasta unos extremos de simbiosis de una sofisticación alucinante, como ya supo Darwin. El primatólogo Frans de Waal ha escrito páginas extraordinarias, producto de la observación directa, sobre la capacidad de empatía y cooperación entre los primates superiores, especialmente los bonobos, a los que ha dedicado un libro entero.
Cuando yo era joven los marxistas -hay que recordar que se hablaba de socialismo “científico”- aseguraban que el instinto maternal era una creación de la ideología burguesa. Ahora los nuevos pseudocientíficos lo que aseguran de nuevo es que las mujeres son sobre todo instinto maternal, hormonas, etc, o que a los varones nos gobierna la testosterona, o el instinto de manada. Cuidado con la ciencia. Nada menos científico que suponer que la ciencia provee explicaciones simples e indudables para todo, menos aún para algo tan complejo como el comportamiento humano, esa mezcla inestable de genética y educación, de naturaleza y cultura, de predisposiciones y de azar, de la que está hecho cada uno.