Qué invento asombroso, la ciudad. La ciudad grande, la ciudad viva, la ciudad en la que buscan y encuentran trabajo los emigrantes pobres y asilo los fugitivos, la ciudad en la que uno disfruta tan plenamente de la soledad como de la compañía, a la que sueñan con irse los sometidos al tedio y a la extenuación del trabajo campesino, los que desean aprender y ejercer oficios fantasiosos, en la que podrán escapar de la vigilancia escrutadora de sus semejantes los que mantienen oculta su diferencia; la ciudad ciudad, donde a cualquier hora del día y a veces de la noche hay gente por la calle y locales abiertos; o en la que un sistema eficiente de transporte público permite viajar hasta sus últimos confines en líneas de autobuses o en redes de metro en las que nunca falta el misterio del encuentro con los desconocidos, el del viaje por laberintos de corredores y escaleras. En Nueva York o en Madrid salgo de casa e inmediatamente me sumerjo en el gran río de la vida, que arrastra igual el esplendor que la basura, como el río Hudson arrastra y mece con idéntica magnanimidad troncos que flotan entre dos aguas con algo de caimanes, gansos circunspectos, hojas del último otoño, latas de cerveza, condones expandidos hasta tamaños improbables después de una larga estancia en las aguas. La computadora, el coche, la casa confinada en una urbanización, aíslan del mundo, o lo ofrecen con una docilidad engañosa al capricho: compras online exactamente lo que te apetecía en este momento; muestras tu preferencia por una opción política o una película o una perversión; no corres el menor peligro de encontrarte con algo o con alguien que no formaran parte de tus preferencias más específicas.
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