Trabajar cansa

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Cuánto me gustaba aquel libro de poemas de Cesare Pavese, Lavorare stanca. Tan narrativos, tan coloquiales, tan llenos de hondura. Trabajar cansa, me digo cuando me echo hacia atrás en el asiento del metro, en el exprés de la línea 2 que me llevará de vuelta muy cerca de casa, entre gente que vuelve del trabajo tan cansada como yo. El lunes es el día más ocupado en la universidad. Por la mañana tengo lo que llaman aquí office hours, un tiempo de tutoría en el que recibo visitas y consultas de estudiantes que pidieron cita previamente. El despacho que me han prestado tiene altas estanterías metálicas grises y una ventana que da a tejados y a terrazas con maquinarias de aire acondicionado. Yo lo he intentado animar sin demasiado éxito con un poster de Thelonious Monk y otro de Billie Holiday, y con un dibujo alucinógeno hecho por indios huicholes. Esta mañana viene Pedro, que salió hace unos meses de Venezuela y no sabe si podrá volver, y que me cuenta la desolación de sentir que el país de uno ha cambiado y está siendo degradado por la demagogia, la ilegalidad y la violencia. Pedro quiere escribir sobre estos años en Venezuela, y sobre el desarraigo de encontrarse en Estados Unidos y no sentirse ya con una base sólida en ninguno de los dos países.

Y luego Cristina, de Sevilla, a la que ya le está pesando mucho el invierno de Nueva York, sobre todo cuando habla con sus amigos de allí y le cuentan que están tomando cañas en las terrazas de la primavera. Cristina ha descubierto que en Nueva York se le acentúan los recuerdos del pasado, de la infancia. Eso ocurre con mucha frecuencia. La ciudad nueva, estimulante y abrumadora he hace encontrar a uno senderos inesperados hacia lo más oculto de la memoria.

Luego la clase de relato, por la tarde, leyendo un cuento de David, que es de Medellín y ha escrito sobre azares y personajes estrambóticos en el metro de Nueva York, y después uno de Poe, The Tell-tale Heart, El corazón delator, yendo del original a la traducción de Julio Cortázar. En cada clase leemos una historia escrita por un alumno y otra de algún gran autor de relatos, y nos fijamos en cómo está hecha cada una de las dos. Yo creía conocer bien ese cuento de Poe y no me había dado cuenta de lo extraño que es, lo original, lo casi abstracto, sin detalles de ambiente ni nombres de personas o lugares, solo el delirio de una conciencia trastornada. Prestamos atención a las cosas exactas: el chirrido metálico del cierre de una linterna sorda, unos latidos que suenan como un reloj envuelto en algodón. Cada persona observa algo que los demás no habían notado: las palabras de Poe nos iluminan, nos caldean como una hoguera en torno a la que nos hubiéramos agrupado.

Y qué cansancio al final, volviendo hacia el metro, el  de un trabajo que no es solo el de lidiar en soledad con fantasmagorías de palabras. Lavorare stanca. Haber trabajado todo el día en algo que a uno le gusta hacer deja un cansancio que tiene algo de absolución.