Fast food

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Era las una menos cuarto y a las tres en punto teníamos que estar  en las lejanías de Queens, al final de viajes y transbordos en líneas de metro que no conocemos bien. El sol del sábado llenaba la cocina, y en la radio pública Jonathan Scwartz presentaba su programa de canciones de todos los fines de semana. Ella Fitzgerald  muy joven todavía cantando con la orquesta de Count Basie, haciendo skats como una loca con su voz luminosa de miel. En poco más de media hora había que estar comiendo. La velocidad de la música parece que me animaba mientras rebuscaba cosas por el frigorífico y en los armarios de la cocina. Había un calabacín, medio pimiento, unos pocos espárragos, un trozo de coliflor, unos ajetes, un par de tomates, un pimiento choricero, que aquí viene de México y se llama, ventajosamente, chile mulato. Cuando eché el arroz a la una y diez Frank Sinatra cantaba I’ve Got You Under My Skin. A las dos menos diez, con el soporcillo del arroz en el estómago, ya estábamos en el metro. En los vestíbulos de Times Square se entrecruzaban ríos de gente y músicas: un grupo de pop chino, una violinista de pelo blanco que tocaba la Chacona de Bach. A las dos y cuarto tomamos el tren R y tres estaciones más allá, cuando el efecto del arroz nos deslizaba de la lectura a la siesta, nos dimos cuenta de que íbamos en dirección contraria. A las tres menos veinte íbamos ya en buen camino, en otro tren, pero estaba claro que no llegaríamos a tiempo. Cuando el tren salió de Manhattan los más blancos que iban en el vagón éramos nosotros. Salimos a la calle en el Queens Boulevard y estábamos perdidos. Averiguar la dirección a donde íbamos era difícil porque las personas a las que les preguntábamos no parecían entender inglés. Le pregunto a uno de esos abuelos que se sientan en un taburete plegable en una esquina como si llevaran allí toda la vida y me dice: I newcomer. Know nothin’. Un coche para en la acera y cuando el conductor baja la ventanilla haciéndome una señal sale un retumbar de hip hop. Una pareja de negros jóvenes, gordos, hombre y mujer. De algún modo imagino que van a indicarme la dirección. Pero el hombre me pregunta que si sé decirle cómo se llega al Bronx desde aquí. Las casas son bajas, la avenida muy ancha, la sensación de espacio abierto es muy intensa para quien viene de Manhattan. Muchos orientales, árabes, latinos. Una gasolinera, un McDonald’s rodeado por un aparcamiento, un restaurante chino con amplitudes de salón de bodas periférico español. Por fin dos señoras saben decirnos hacia donde ir, y a la mitad de la explicación ya nos están hablando en el español jugoso de Colombia. Damos las gracias, echamos a andar ya orientados, y entonces, al fondo de la avenida, de golpe, como una línea de montañas azules en la distancia, descubrimos el perfil de Manhattan.