Decía Mark Twain que algunas de las peores cosas de su vida no habían llegado a sucederle. Algunas de las revoluciones mejores de la mía les han sucedido a otros. La primera alegría política desbordada de la que tengo recuerdo me sucedió una tarde de finales de abril en Madrid, en 1974, cuando compré el diario Informaciones, que era el que leíamos los antifranquistas, y vi el titular que anunciaba la Revolución de los Claveles en Lisboa. La dictadura acababa de caer, pero había caído al otro lado de la frontera. Para muchos de nosotros la ebriedad de la liberación no era menos estimulante porque fuesen otros los que estaban viviéndola. Tenía un reverso de esperanza, y otro de melancolía. Igual que veía uno las películas queriendo imaginarse que era él quien abrazaba a Fay Dunaway y no Warren Beatty, así miraba las fotos de la gente que se lanzaba vestida a las fuentes de la plaza del Rossio o que trepaba a las orugas de los carros de combate para poner claveles en los fusiles de los soldados. El hábito fortalecido por la literatura y el cine de vivir vicariamente las vidas de otros y de imaginar que las cosas que nos importaban sucedían en lugares y tiempos ajenos a los nuestros se trasladaba intacto a la experiencia política. Aquella primavera del 74 yo me pasaba la vida en el reino encantado que fundó para siempre Víctor Erice en El espíritu de la colmena o en las manifestaciones italianas de las películas en blanco y negro de Bernardo Bertolucci que ponían en la Filmoteca. La cámara recorría morosamente la marcha de una multitud de puños cerrados y banderas con hoces y martillos y cuando la acción pasaba a otro asunto se levantaban en la oscuridad silbidos y gritos de protesta, porque suponíamos que las imágenes de la manifestación habían sido abreviadas por la censura, no por la decisión del director de no seguir recreándose en ellas.
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