En estas calles en las que tantas veces se han rodado escenas de Law and Order -porque tienen carácter, supongo, y porque son muy tranquilas y un rodaje no interrumpe mucho el tráfico- veo ayer una escena real, desordenada y confusa, como suele ser la realidad. Había salido después de comer a pasear a Lolita aprovechando el solecillo de una primavera fugaz y en la esquina de Riverside Drive había varios coches de policía con todas las luces encendidas, mezclados como fichas de dominó, y un grupo numeroso de agentes, casi todos con esa corpulencia que les atiranta los uniformes azules, con pistolas y cuadernos forrados de piel y toscos trasmisores y esposas colgándoles de los cinturones. Entre ellos, mucho mucho más delgados, difíciles de distinguir entre las anchas figuras de azul, había dos jóvenes, casi adolescentes, también uniformados a su manera, con gorras de visera ancha, con vaqueros abolsados, con camisetas de baloncesto demasiado grandes, con zapatillas de deporte, con brillantes en las orejas. Los dos estaban esposados. Uno de ellos, sentado en el suelo con las manos atrás, tenía la cabeza caída. El otro se encaraba con uno de los policías en un inglés con mucho acento hispano. En un momento dado el policía lo agarró por la pechera de la camiseta acercándose mucho a él y pareció que iba a darle un cabezazo. Las luces de colores giraban débilmente al sol sobre los techos de los coches patrulla. Otros policías separaron a su compañero del esposado y empujaron a éste al interior de un coche. La gente se paraba brevemente a mirar desde una cierta distancia. Había en todo, en los gestos y las voces, una violencia extrema y seca, contenida, con algo de cansancio. El policía explayó su volcando de pronto de una patada el cubo metálico lleno de basura en la esquina. El cubo rodó por la acera y como hacía mucho viento la basura llenó la calle y algunas bolsas de plástico volaron por el aire.
Me acordé de una noticia que había leído en el periódico esa mañana: para ahorrar gastos y no subir impuestos el ayuntamiento va a despedir a más de cuatro mil profesores de las escuelas públicas de Nueva York. De alguna de ellas, en Washington Heights o en el Bronx, habrán desertado esos dos chicos. Los pobres son los que necesitan la escuela pública, pero los pobres no votan, y la clase media sí, y es la que tendría que pagar esas subidas de impuestos. Y además a los hijos de la clase media no es a los que va a afectar que sean despedidos esos cuatro mil profesores.
Y entonces se me ocurre otra idea, mientras me aparto de la escena, porque la patada del policía, que ha bastado para volcar un cubo grande de hierro, tenía una violencia de descarga eléctrica, y me ha asustado a mí tanto como a la pobre Lolita: probablemente mantener en la cárcel a esos dos muchachos costará más dinero que haberlos mantenido en la escuela.