Una sola canción

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En medio de nuestro angustiado debate hispánico Maties Oliver abrió un paréntesis para recordar que acaba de morirse George Shearing, a los 91 años. Shearing era pianista de jazz, europeo, ciego de nacimiento, como nuestro Tete Montoliu. Pertenecía a la escuela contemplativa del piano, más cerca de Debussy o Chopin que de los blues, con una claridad de estilo como de prosa del New Yorker, como de Salinger o el más equilibrado Cheever. Hace muchos años, cuando Arturo era niño, vimos los dos mano a mano, sentados en un sofá en la pereza de agosto, un documental extraordinario sobre George Shearing: es la primera vez que recuerdo haberlo visto completamente fascinado por la música, por un músico.

Shearing es de esas raras personas que han hecho una contribución indudable de belleza al mundo: una canción perfecta, Lullaby of Birdland. Músicos y cantantes innumerables la han interpretado, y cada uno la ha hecho íntimamente suya, y siempre es y ha sido distinta, y siempre es la misma, como un cuento antiguo que no cambia aunque ninguno de sus narradores orales los cuente igual. Como tantas canciones memorables, Lullaby of Birland es alegre y es triste, y tiene ese poder sutil que Proust atribuía a la música, el de devolvernos recuerdos que no sabíamos que eran nuestros.