Al bajar las escaleras del metro en la estación de la 103 un viejo dominicano o cubano, con bigotillo de seductor antiguo, se había sentado en un pequeño taburete plegable y dispuesto delante de sí la funda de la guitarra que tenía apoyada en el regazo. Le hablaba en español con insinuaciones picarescas a una limpiadora muy gorda que estaba recogiendo en bolsas de plástico el contenido de las papeleras. Leyó para ella en voz alta un titular del Diario, que es uno de los periodiquillos en español que se publican en la ciudad, llenos de Spanglish y de titulares sensacionalistas. PROFESORA DE NIÑOS RESIGNA DE SU PUESTO AL PUBLICARSE FOTOS SUYAS DESNUDA. Es media mañana y no hay mucha gente en el andén. El hombre desiste de llamar la atención de la limpiadora, aunque no deja de mirarle de soslayo el culo, y toma con desgana la guitarra y la rasguea sin mucha soltura. Tiene una sonrisa guasona de grandes dientes separados bajo el bigotillo de galán. Empieza a cantar:
Quién será la que me quiera a mí,
quién será, quién será.
Está claro que no sabe mucho más, pero insiste. Y en ese momento, en el andén opuesto, al otro lado de las vías, una mujer negra con gorro de lana, abrigo, botas invernales, se pone a bailar siguiendo con movimientos exactos la música, como meciéndose ensimismada, las caderas moviéndose, los pasos de baile muy medidos al filo del andén. Lleva en la mano una flor amarilla y baila sola con los ojos entornados. El guitarrista la ve y se le ensancha la sonrisa, y sigue insistiendo con su escaso estribillo: quién será la que me quiera a mí, quién será, quién será. Pero tiene un aire rumbero que no carece de soltura, y la mujer de enfrente responde a él con una sutil plasticidad de movimientos contenidos, la flor siempre en la mano.
Entonces irrumpe en la vía del otro lado el gran fragor de un tren que sube hacia Harlem, borrando la voz y la guitarra. Y cuando el tren se marcha la mujer de la flor amarilla ya no está en el andén.