Arqueología de la nieve

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“No hay sabadico sin sol“, decían las mujeres de mi familia cuando yo era niño. El sábado y el domingo el aire estaba templado y hacía un sol que daba ganas de pasarse todo el día en la calle, sin desperdiciar ni un minuto de su claridad ni de su picor suave en la piel castigada por el invierno, sabiendo además que muy pronto terminaría ese paréntesis, que llegarían de nuevo la lluvia y el viento helado. En la corriente azulada del Hudson no quedaba ni un témpano. Hilos de agua corrían corrían con un rumor de deshielo. Empezaban a fundirse las cordilleras de nieve a lo largo de las aceras, y lo que aparecía entonces era todo lo que había estado sepultado desde hace semanas por ella: bolsas negras de basura, vasos de papel, botellas de plástico, botellas de cerveza,  latas de refrescos, cartones de leche, el manillar de una bicicleta, centenares de colillas, paquetes de tabaco, grumos negros de gasolina quemada, montones de periódicos con titulares obsoletos, guantes de lana perdidos, hasta una inmunda escobilla de wáter: los residuos de una civilización enterrada la semana pasada.