A finales de mayo del año pasado, en un acto académico de clausura del curso en la universidad de Brandeis, cerca de Boston, conocí a Paul Simon. Mi amigo el profesor James Mandrell me guiaba en la ceremonia y había revisado la corrección de mis ropajes doctorales: el batón negro, la boina con borla. Entre los que nos habíamos reunido antes de salir al estrado, en un estadio cubierto en el que estaban los miles de estudiantes que se graduaban y sus familias, había un hombrecillo de pelo blanco y escaso al que le venían muy grande el traje y la boina, pálido, sonrosado, con una sonrisa afable, con una paciente disposición para dejarse hacer fotos con quienes se acercaban a él. Yo le estreché la mano y le dije cuánto le admiraba, cuánto me habían importado sus canciones desde que empecé a escucharlas, cuando tenía trece años. Cuando terminó la parte formal del acto académico el hombrecillo suave apareció de nuevo con un pantalón y una camisa, un pequeño sombrero, una guitarra, y entonces sí que era de verdad Paul Simon.
Empezó a tocar la guitarra y en aquel estadio se hizo un silencio sin fisuras. Yo no podía creerme que a unos pasos de mí Paul Simon estaba cantando The Boxer con su voz tan joven, tan musical, tan poco enfática, acompañado tan solo por su guitarra. Me acordaba de mi amigo Antonio Madrid, en Úbeda, que tenía el disco de Bridge Over Troubled Waters, un LP que escuchábamos sin cesar y que traía las letras de las canciones en la funda. Las traducíamos palabra por palabra con el diccionario, casi las primeras cosas que aprendíamos en inglés.
Aún tenía un nudo en la garganta cuando salimos de allí y conecté el blackberry. Tenía un mensaje de Elvira, que estaba en Nueva York, contándome que Miguel había llamado desde Madrid para decirle que acababa de morir en sus brazos nuestro querido Chipi, Chipirón, el yorkshire que había vivido con nosotros 16 años. La fragilidad sentimental que me había dejado The Boxer se mezcló con la pena por la muerte de Chipi, tan lejos. Miguel lo había sostenido en los brazos mientras le ponían la inyección. Estaba muy viejo, ciego, sordo. Pero aún sabía elegir los rincones más dulces de sol a media mañana. Miguel, Susana y Emilio lo enterraron en el jardín, en el que Chipi había disfrutado tanto, tantos veranos, siguiendo rastros de olores entre los arbustos, persiguiendo a las tórtolas que se comían su pienso. Lo que más nos gusta es recordar la vida tan dulce que tuvo, y lo singular que era, lo definido que era su carácter, tan inconfundible como el de una persona. La memoria de Chipi se me ha quedado con el fondo de la voz de Paul Simon.