Ron Carter, delgado, muy alto, erguido como un mástil a sus setenta y tantos años, como el mástil del contrabajo que sólo se eleva un poco sobre su cabeza; los brazos largos, las manos muy largas, manejando sin esfuerzo aparente las cuerdas, sobresaliendo de los puños magníficos de la camisa, porque Ron Carter viste con una elegancia de jazzman antiguo, con un traje gris de seda, con una corbata perfectamente ajustada, con un pañuelo rosa fuerte que sobresale del bolsillo superior de la americana, con unas gafas de profesor o de director de museo. Tiene una apostura de etíope, la cabeza alargada, el pelo corto, blanco, escaso, la frente alta, la barba breve entre gris y blanca. Contra el cortinaje rojo del escenario de Smoke la cabeza de Ron Carter y la voluta superior de su contrabajo son el ápice en el triángulo que forma el trío del pianista Mike LeDonne: Le Donne a un lado, al otro el batería, Joe Fansworth, los tres confabulados en un río de música que empieza sin preludios ni distracciones a las ocho en punto y dura sin desfallecer durante algo más de una hora. Mirar las manos de Ron Carter ayuda a percibir mejor su manera de tocar el contrabajo: rápida, desenvuelta, delicada, potente, con la misma inventiva y la misma solidez que tenía cuando tocaba con Miles Davis en su quinteto irrepetible de los años sesenta. Otros contrabajistas parecen pelear con las cuerdas, apresurar los dedos como si temieran quedarse atrás. Los movimientos de los dedos de Carter dan la misma impresión de serena naturalidad que los pliegues de su traje o los de ese pañuelo que parece quele ha florecido en el bolsillo o que la expresión de su cara: tiene los ojos casi siempre entornados, y una manera peculiar de inclinarse con extrema atención hacia el otro músico que esté haciendo un solo en ese momento. Pero no hay solo que no sea parte de una conversación: Ron Carter improvisa y la batería lo acompaña con unos golpes muy ligeros, con algo de metrónomo, y Mike LeDonne intercala de vez en cuando una nota, dos notas. Yo los miro acodado en la barra, tomándome una cerveza, una guinness oscura coronada de espuma. Arrancan con It Don’t Mean a Thing y el fantasma benévolo de Duke Ellington, que vivió casi a la vuelta de la esquina, se hace presente.
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