Un juego de pulgadas

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Estaba tomándome un café matinal con Marc Shanker, charlando de esto y de lo otro, y él me dijo que el baseball le gusta porque es “a game of inches”: un juego en el que las cosas se resuelven por una diferencia de una pulgada más o menos, entre atrapar una pelota y no atraparla, en pequeños gestos decisivos. No entendí mucho más de su explicación: el baseball es uno de los muchos misterios americanos que ya he renunciado a descifrar. Pero me gustó la idea de las pulgadas, los matices. Por muy poco margen de acierto o error cambia todo: desde la belleza de los rasgos en una cara hasta el destino de una persona. Por una sola sílaba se queda cojo un verso. En el tránsito de un instante el crecimiento de algo alcanza una masa crítica que lo cambiará radicalmente todo: que empiece a hervir o no un cazo con agua, que se extienda o se extinga una epidemia, que una canción sea un éxito. Incluso podría argumentarse que una parte del progreso humano ha dependido de la capacidad creciente para medir cantidades, distancias, temperaturas, cada vez más pequeñas, cada vez con más precisión.

Volvía a casa distraído en esas cosas y de pronto sonó delante de mí algo parecido a una explosión que hizo temblar el suelo y me paralizó en el sitio: frente a mí, el dueño de la lavandería coreana a la que llevamos las camisas estaba igual de paralizado. Justo entre los dos acababa de caer en la acera un bloque enorme de hielo desprendido del alero del edificio junto al que estábamos pasando.Mirábamos hacia arriba sin atrevernos a movernos, y conscientes del peligro en el que estábamos al quedarnos quietos. Sobre el alero, a una altura de unos diez pisos, se veía el filo de otro bloque de hielo que goteaba: un segundo después cayó con el mismo estrépito, rompiéndose en miles de esquirlas.

Cuestión de segundos, de metros. A la mañana siguiente se me cae el sombrero cuando bajo las escaleras del metro y por volverme para recogerlo pierdo el tren que acaba de marcharse. Tomo el siguiente, que solo tarda unos minutos, y al mirar las caras de las personas que hay en el vagón pienso que no las habría visto si el sombrero no se me hubiera caído por las escaleras. Y me pregunto qué posibilidades se han abierto por ese descuido, cuáles se han cerrado.

Quizás para hablar de política utilizamos instrumentos de medida demasiado toscos, tan incapaces de calibrar matices y pequeñas distancias como de captar similitudes y afinidades verdaderas. Sólo en la violencia física y el crimen creo que no hay matices: no se mata a nadie, no se tortura a nadie, sea quien sea, haya hecho lo que haya hecho. Pero más allá tenemos la obligación de medir con la máxima meticulosidad. Los científicos ponen un cuidado extremo en distinguir unas especies de otras, así como en encontrar rasgos comunes entre ellas. Montaigne decía que no hay dos cosas que sean exactamente iguales. Quiero decir que importa mucho distinguir, por ejemplo, al enemigo del adversario, y que no es lo mismo un reaccionario antimoderno de finales del siglo XIX que un nazi de la tercera o la cuarta década del siglo XX, y que lo mismo que es preciso cuidar las palabras que se dicen o se escriben -más en un país como el nuestro, tan propenso a la rotundidad y a la violencia verbal- también lo es fijarse en las secuencias de causas y efectos. Stalin era marxista y Torquemada era católico, pero la Historia es un proceso demasiado complejo como para llevar linealmente de Cristo a las hogueras de la Inquisición y de Marx al gulag. El que mata es un asesino o un homicida y el que tortura es un torturador.  Pero más allá de esa negrura empieza el reino de los matices, de las pulgadas, del más o menos, de los calificativos que no explican nada porque son sambenitos o anatemas. El mismo cuidado hay que tener con cualquier otra palabra que usemos, si queremos comprender el mundo, y si queremos entendernos entre nosotros, al menos en la modesta medida necesaria para sostener una convivencia democrática.

Iba a contar que vi anoche a Ron Carter, tocando en el trío del pianista Mike LeDonne, pero no habría podido hacer como que no escuchaba la larga y tumultuosa conversación de ayer.