La vida son costumbres. Cada mañana me gusta preparar el desayuno mientras escucho las noticias en la National Public Radio, que incluyen, a partir de las 9, el boletín del BBC World Service. Las tazas, el zumo, el café, los English muffins, la mantequilla, la mermelada, el periódico. La tranquilidad de no escuchar broncas tertulias españolas. Por la ventana de la cocina veo patios traseros, aleros, ventanas de edificios en los que otras personas preparan sus desayunos o están ya sentadas pensativamente ante pantallas de computadoras. La ventana de la cocina es el primer boletín meteorológico en esta ciudad en la que el tiempo cambia cada día: a veces ruge el viento y la niebla tapa la cima de uno de los rascacielos Art Déco de Riverside Drive que sobresale por encima de las terrazas. Detrás de la verja de alambre de un patio trasero veo a veces un gato que se mueve entre los arbustos como un tigre en la jungla. Otras veces hay un sol risueño y al salir a la calle se descubre que se ha caído en la trampa, porque a pesar de la claridad y del azul pálido del cielo hace un frío antártico traspasado por la humedad del Hudson.
Ahora, cada mañana, a la hora del desayuno se escuchan en la radio voces egipcias: el clamor de las manifestaciones, el testimonio de hombres o mujeres que llevan días en la plaza Tahir y que hablan de su entusiasmo por la libertad en un inglés casi siempre bastante bueno y con un temblor en la voz que es el de quien no puede controlar su emoción. Voces jóvenes, adultas, roncas, llenas de incertidumbre, llenas de alegría. Cualquier estereotipo se disipa escuchándolas: parecen las voces de Lisboa en la primavera de 1974, las de quienes nos quedábamos roncos manifestándonos en Granada en 1976, las de la gente que saltaba el muro de Berlín en noviembre de 1989. De un día para otro lo que permaneció mineralmente inmóvil durante décadas parece derrumbarse y las calles se llenan de multitudes jubilosas, observadas de cerca por guardias armados que de pronto no disparan ni atacan. En el New York Times Nicholas Kristoff cuenta la crónica de dos hermanas valerosas que se enfrentan a la chusma violenta de los provocadores de Mubarak: dos mujeres jóvenes, con pantalón vaquero, con velo, resueltas a no dejarse avasallar. Los autócratas de Oriente Medio llevan muchos años ganándose una tramposa legimitidad ante Occidente al presentarse a sí mismos como la única salvaguarda contra el islamismo. Pero en las voces que escucho cada mañana en la radio no hay salmodias religiosas sino deseos urgentes de libertad y justicia. Eso me recuerda un viaje en taxi de hace un par de años. El conductor iba escuchando una música extraordinaria, medio árabe y medio cubana, con un swing entre de bulerías y de orquesta tropical de Pérez Prado. Le pedí que subiera el volumen y el taxi se llenó de una alegría sonora que era más estimulante porque yo no la identificaba. “Es música de mi país”, me dijo el taxista, orgulloso de que me interesara por ella, “música de Egipto”.