Terminé The Empty Family, entusiasmado con la escritura tan limpia, la sutileza y la desvergüenza de Colm Tóibín, y a continuación busqué Brooklyn, que tenía en casa y no había leído. Conocí a Tóibín hace unos años en un acto en la Biblioteca Pública de la calle 42. Me gustó mucho su naturalidad cordial y el entusiasmo sin afectación pero sí con ironía con que hablaba de literatura. Es un hombre muy grande, de cara larga, calvo, de rasgos a la vez afables y severos. Empecé a leer Brooklyn y no he podido dejarla, aunque no tiene ninguno de esos trucos narrativos que actúan como un cebo sobre el lector para “engancharlo”, como se dice en la jerga crítica. Como si el lector fuera un pez alelado. Brooklyn es el relato lineal y en tercera persona de unos años en la vida de una chica irlandesa que vive en la misma ciudad provinciana en la que Tóibín nació y que pertenece a la generación de su madre. En España no sé si alguien se atrevería a escribir una novela así. Como Tóibín está traducido del inglés y lo publica Anagrama es sofisticado y cosmopolita. Si escribiera en español sobre una mujer de la generación de mi madre los listos de turno le llamarían costumbrista. Costumbrista y lineal, y quizás también decimonónico. Yo he vivido unos días en el interior de la conciencia de esa muchacha, Eilis Lacey, he viajado con ella en un transatlántico a los Estados Unidos, he vivido en Brooklyn y trabajado como ella en una tienda de ropa y estudiado contabilidad en una escuela nocturna, he regresado a Irlanda.La ha perdido cuando volvía a América en uno de aquellos buques de pasajeros de los años cincuenta, en la edad de las postales y las cartas, la de la primera juventud de mis padres.
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