El paisaje se mueve

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Ayer no me acordaba de la palabra témpano. Quería invocarla y me venía aproximaciones, bloque de hielo, plancha de hielo, incluso su equivalente en inglés, ice floe. Y la necesitaba para ver bien lo que no había visto nunca: toda la amplitud del Hudson, hasta la lejanía de la otra orilla, convertida en una gran llanura de hielo, pero no lisa, sino como de escombros de hielo de todos los tamaños, algunos como los muros de casas de hielo hundidas sobre sí misma, como ruinas de ciudades de hielo extendiéndose hasta donde se perdía la vista, hasta New Jersey, en dirección al mar, o corriente arriba, hacia la silueta livianamente dibujada en la niebla del puerte George Washington.

Témpanos: por fin la palabra exacta. Témpanos de todos los tamaños, disueltos en astillas o en una pulpa gris de hielo, partidos en bloques desiguales, cubiertos por la nieve. Iba caminando por el sendero a la orilla del río y solo al pararme percibí algo: el llano de hielo se movía, con una lentitud mineral, llevado por la corriente, y cuanta más atención prestaba más singuar era el movimiento: los bloques cercanos a la orilla permanecían inmóviles, o casi; según se alejaban hacia el centro del río avanzaban más rápido, o más bien menos lentamente. Y cada témpano tenía un movimiento propio, distinto al de los otros, chocando con ellos, rozándose. Tan solo un poco más despacio ese movimiento habría sido imperceptible para el ojo. Y al detenerme observé algo más: el hielo se oía. En los intervalos en los que cesaba el ruido del tráfico en la autopista cercana o el de los motores de los aviones que remontan el río había un sonido permanente, como de desgarraduras, roces, grietas abriéndose despacio, choques sordos. Me acordé de ese ruido de fondo que según los astrónomos es la reverberación fósil del Big Bang. Era como estar escuchando un rumor geológico, como el que harán las raíces de los árboles al estremecerse bajo la tierra. No había nadie  más que yo en toda la extensión del sendero nevado escuchando ese sonido.