Se ha muerto Jaime Salinas y yo no he tenido la oportunidad de darle las gracias en persona por su libro de memorias Travesías, que me sirvió tanto para imaginar la vida doméstica en una familia de clase media en el Madrid de la República, y para inventar a uno de los personajes de mi novela en el que puse más cariño y más atención, el niño Miguel. En su vejez Jaime Salinas fue un gran memorialista, pero mucho antes, desde su regreso a España en los primeros cincuenta, fue un fantástico editor, que hizo mucho por aliviar desde dentro la penuria cultural de la dictadura, y que dejó una escuela de extraordinarios discípulos. Jaime Salinas fue el alma de algunas de las grandes iniciativas editoriales que nos educaron y nos siguen educando a muchos de nosotros: el Libro de Bolsillo, de Alianza, nada menos, la editorial Alfaguara, el Seix Barral de los cincuenta y sesenta. Cuando habla de él, Luis Suñén siempre tiene cuidado de decir: “Mi maestro, Jaime Salinas”. Alumnos de Jaime, Luis y Manuel Rodríguez Rivero mantuvieron a flote Alfaguara en sus años más difíciles. El oficio de editor parece que es propenso a las ingratitudes, de modo que ahora nadie recuerda que fueron Luis Suñén y Rodríguez Rivero quienes acogieron en Alfaguara a un casi desconocido Arturo Pérez-Reverte.
En esta época de ignorancia y populismo -el populismo y la ignorancia se alimentan mutuamente- la palabra editor está adquiriendo un mal sonido. El populismo aprovecha la ignorancia para señalar como enemigos a personas o a grupos más o menos indefensos, lo cual tiene la ventaja de distraer a la gente sobre la identidad de los enemigos verdaderos. Editor suena a intermediario, a parásito, a especulador que interpone su codicia entre la “creación” y sus destinatarios. Parte del malentendido viene de que en español una única palabra designa dos oficios que no son idénticos: llamamos editor a lo que en inglés se llama publisher, el responsable empresarial, y también al editor, el que cuida un texto desde que sale de las manos del autor hasta que llega al público. Un buen editor es el primer lector de un manuscrito: un lector cualificado y muy atento que revisa el texto con la ayuda tan valiosa de los correctores y se da cuenta de muchas cosas que el autor no ha visto, o no ha sabido ver. Nunca olvidaré la primera lectura experta que Pere Gimferrer y Mario Lacruz hicieron de mi primera novela. Gimferrer me dijo que quedaría mucho mejor si le quitaba unas cuarenta páginas. No me dijo cuáles, pero yo supe encontrarlas. Las listas de sugerencias que envía Gimferrer, que tiene un oido absoluto para la escritura, son legendarias entre los autores que hemos publicado con él.
Pensamos en la literatura como una sucesión de escritores, pero si la historia se contara entera, o si alguien se parara a reflexionar, habría que incluir con igual derecho los nombres de los grandes editores. Un editor no sólo ayuda a corregir un libro: también, muchas veces, a que llegue a existir. Sin mis primeros editores en Granada, los poetas José Gutiérrez y Rafael Juárez, yo nunca me habría animado a rebuscar en mis carpetas los artículos que se convirtieron en El Robinson Urbano. Mario Lacruz, que también era un novelista extraordinario y casi secreto, me dijo una vez en Barcelona, cuando no había publicado más que aquella primera novela con el título en latín que en los primeros tiempos leyó tan poca gente: “Tú eres un escritor”. Y cuando me lo dijo la emoción me encogió el estómago. A otro gran editor, Rafael Borrás, le debo el aliento para empeñarme en El jinete polaco y la idea misma de escribir Córdoba de los omeyas. Sin Julio Ollero no habría escrito El dueño del secreto y no habría existido La huerta del Edén. Manuel Rodríguez Rivero, en Espasa, me propuso la idea de reunir mis cuentos en Nada del otro mundo. Y qué distinta habría sido la carrera de Mario Vargas Llosa sin Mario Lacruz y luego sin Juan Cruz, que fue a verlo a París cuando lo vencía el abatimiento después del fracaso de su candidatura a la presidencia del Perú, cuando parecía que su carrera de escritor estaba malograda, o dañada sin reparo. Ventanas de Manhattan existe porque Luis Suñén me pidió que revisara mis cuadernos de apuntes sobre Nueva York, y porque Adolfo García Ortega y Elena Ramírez acogieron después el libro en Seix Barral. Gracias a la insistencia de Elena Ramírez existe un libro tan menor, pero para mí tan querido, como Días de Diario. Entre Plenilunio y La vida por delante mi editora fue Amaya Elezcano, lectora asidua también, alentadora en momentos difíciles, generosa en la celebración de lo que le gustaba y lo que defendía.
Hablo de mis gratitudes como escritor: pero no son menores las que siento como lector hacia Jorge Herralde, o Jaume Vallcorva, de Acantilado, o Joan Tarrida, de Galaxia Gutenberg, o Martí Domínguez, de Laetoli, o Manuel Borrás y Manuel Ramírez, de Pre-Textos, por citar unos cuantos ejemplos. O hacia los editores de obras clásicas que se ocupan de fijar los textos y anotarlos, aunque ahora parezca que, como sus autores están muertos, pueden obtenerse de saldo. Impreso en papel o visible en una pantalla, un texto literario, o una obra de historia o de divulgación científica o de lo que sea, es el resultado de la colaboración experta, sofisticada y entusiasta de muchas personas, de innumerables horas de trabajo especializado. La obra en estado puro que se transmite casi por telepatía del autor al lector no existe. Debería ser una obviedad, pero, como le gustaba repetir a Manuel Vázquez Montalbán, citando creo que a Brecht, “qué tiempos estos en los que tenemos que luchar por lo que es evidente”.