Veía a Keith Jarrett muy lejos, una figura delgada y diminuta, porque yo estaba casi en lo más alto de Carnegie Hall, donde las filas de asientos tienen una inclinación que da algo de vértigo, casi cerca del techo, como en los gallineros de aquellos cines a los que íbamos de niños. Pero la acústica de esa sala es tan perfecta, y tan socialmente justiciera, que cuanto más alto se está mejor se escucha la música, con perfecta nitidez y una hermosa sensación de espacio, sin lejanía, sin reverberación alguna. Después de haberlo escuchado tanto en discos, me emocionaba estar a punto de verlo tocar, con mis propios ojos, aunque a esa altura no distinguiera los rasgos de su cara. Llevaba unas gafas oscuras, una camisa negra, un pantalón beige. Caminó hacia el piano de una manera rara, como al azar, con una mano en un bolsillo. Se sentó en el taburete y dejó caer las dos manos sobre las rodillas, y la cabeza sobre el pecho. El silencio inmenso del teatro se podía casi tocar cuando hizo sonar las primeras notas, tanteando, como si buscara un camino, el hilo de algo.
Lo que vino después fue asombroso. A los pocos minutos yo tenía una sensación de maravilla y gratitud porque sabía que ese concierto lo iba a recordar siempre. Oía detrás de la música ese canturreo de ensimismamiento al que nos hemos habituado en los discos. Tan lejos, me llegaba el sonido de sus pisadas rítmicas sobre la tarima. Se permitía las más peregrinas disonancias sin perder nunca el sentido de la melodía; un momento podías creer que escuchabas a Elliott Carter o a Ligeti: un minuto después se acercaba al Ravel más misterioso, a las baladas últimas de los Beatles; y a continuación parecía que la mano izquierda había encontrado la propulsión antigua y ruda de un blues de carretera o de ferrocarril y continuaba por ahí yendo hacia quién sabe dónde. Jarrett se ponía de pie sin separar las manos del teclado, doblándose encima de él, volvía a sentarse, se quedaba en el filo del taburete, se levantaba de nuevo y no paraba de tocar. Y de pronto se interrumpía, sin que nada lo anunciara, como si hubiera decidido de pronto que ya no le atraía el camino encontrado, que estaba bien así.
Pero hubo una música que no llegó a escucharse, ni siquiera a existir. Después de un aplauso y de un silencio un poco más largo tocó dos notas, solo dos. Las repetía, variaba. Las separaba entre sí. Dejaba más tiempo entre ellas. Y entonces empezaron a oirse las toses. Una, otra, otra, cavernosas y graves, o estornudos repentinos. La melodía esbozada persistía, pero uno se daba cuenta de que se estaba diluyendo, porque era una inspiración que desbarataban las toses. Karrett bajaba más la cabeza, más cerca de las teclas, como buscando un refugio donde seguir percibiendo el hilo casi perdido. Continuaban las toses. Y entonces dejó caer las dos manos a lo largo del cuerpo con un gesto de rendición irrevocable. Se volvió hacia el público, y ahora no se escuchaba ni una tos. Ni una sola en un silencio de segundos larguísimos. “¿Y ahora por qué no tosen?”, dijo. “Yo soy el único que no puede abandonar la sala”.
No abandonó. Recuperó poco a poco la concentración, la prodigiosa libertad inventiva, tan despojada de normas visibles como regida por una estricta economía. En más de dos horas de improvisación a solas Keith Jarrett no se permite florituras de relleno ni vanas exhibiciones de virtuosismo. Y cuando ya parecía que se iba y los aplausos atronaban la sala llena de gente que no abandonaba su asiento Keith Jarrett hizo tres bises sucesivos y cada uno fue una canción transparente, medida, perfecta, de un clasicismo cristalino, como Picasso dibujando a la manera de Ingres después de haber organizado con Braque el gran trastorno del cubismo. Dos canciones de Gershwin, una de Harold Arlen: “Someone to Watch Over Me”, “Summertime”, “Over the Rainbow”. Tenían una dulzura como de Lester Young, como de Billie Holiday.
Y a continuación Keith Jarrett se marchó por donde había venido con las manos en los bolsillos.