El olor reconocido del aire, nada más abrirse las puertas automáticas y salir con la maleta de la atmósfera artificial del aeropuerto; olor de intemperie y de invierno, de la gasolina quemada y los neumáticos de los taxis. El frío de pronto, en la cara, en las orejas, un frío a la vez afilado y hondo, que está en el aire y sube de la tierra. El cielo limpio, azul pálido, que será un cielo de helada en cuanto anochezca. El alivio de haber llegado que se acentúa al recostarse en el interior del taxi, al decir la dirección. El taxista pakistaní o bengalí que nada más ponerse en marcha ha empezado a hablar en su idioma por un teléfono de manos libres en algo que suena como un monólogo o un rezo y puede ser una larga conversación familiar con alguien que está ahora mismo en cualquiera sabe qué lugar de otro continente, qué ciudad inmensa, Lahore o Karachi o Dacca, qué aldea primitiva con antenas parabólicas sobre los tejados de barro o de chapa. El río ancho y lento del tráfico, siempre atascado. Las casas pequeñas e iguales de Queens, de madera, con sus colores pálidos, azulados o grisáceos. Los árboles pelados, siluetas negras de ramas dibujadas contra el cielo, o contra las laderas y terraplenes llenos de nieve. Los bajos de todos los coches manchados de barro. El hormigón y el hierro deteriorados de los viejos puentes de la autopista. El cielo oscureciéndose tras los carteles enormes que anuncian series de televisión o marcas de coches. La ráfaga de hip hop que viene de un todoterreno gigante, conducido por un negro que acaba de bajar la ventanilla. Los moteles baratos con carteles luminosos que tienen fundida una o varias letras, como una boca a la que le faltan dientes. El edificio industrial de los años treinta o cuarenta con cornisas art déco y ventanas rectangulares al que le han añadido la cúpula dorada y azul y el minarete de una mezquita. Los carteles de dirección colgados sobre armazones metálicos, letras blancas sobre un fondo verde claro. Un gran cementerio sin tapias al filo de la autopista que parece más extenso todavía porque está cubierto de nieve. Los aviones que vuelan muy bajo acercándose a las pistas de aterrizaje de La Guardia. En la lejanía, más allá de las farolas, de los puentes y los cables, perfilado contra el cielo ya oscuro, la silueta del Empire State, como un lápiz muy afilado, su parte superior iluminada de verde. Las guirnaldas de luces del primer tramo del puente Triboro, que ahora se llama Robert Kennedy. Los centenares o miles de ventanas enrejadas de un psiquiátrico penitenciario. El cartel luminoso del History Channel sobre una hilera de edificios del Bronx. Las primeras torres de ladrillo oscuro de Harlem. Unos niños muy abrigados tirándose bolas de nieve en un parque donde ya están encendidas las farolas. Las primeras esquinas pobres del Spanish Harlem, con cubos colmados de basura y montones de nieve horriblemente sucia, con hombres solos enfundados en anchos anoraks, con las capuchas sobre los ojos. Una casa de comidas chino-peruana, La Preciosa Chinita. Una casa de comidas jamaicana. Una tienda africana con el escaparate atestado de animales de madera y máscaras y bolsos de cuero probablemente fabricados en china. Iglesias que deben de ser poco más que garajes, Spanish Pentecostal Church, Iglesia del Arca Prometida, South Baptist Church. Lechonería y Taquería. Restaurantes chinos como oquedades lívidas de neón en un muro de sombras. Peluquerías africanas con fotos de mujeres negras de melena lisa pegadas al cristal. Los faros del taxi iluminando en una esquina el letrero del Malcolm X Boulevard. Ándele Ándele Mexican Food To Take Away. Los Dos Cuñados Meat Market. El olor a tela caliente y ligeramente húmeda de una lavandería. La fosforescencia de los globos de luz verde de una boca de metro. Las cordilleras de nieve sucia a lo largo de las aceras. Un coche muy viejo que hadie ha exhumado de su tumba de nieve. La esquina familiar de Broadway con la 106, luego la de West End Avenue. La sensación de aturdimiento y regreso cuando salgo del taxi , con el frío de nuevo en la cara, y miro con un gesto reflejo hacia las ventanas de mi casa, en las que dentro de un rato estará encendida la luz.
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