Lo único tan exagerado como la vida de Claude Lanzmann es el relato que el propio Lanzmann hace de ella. Escribo vida en singular y me doy cuenta de que esa palabra se queda corta por comparación con todas las peripecias que caben en ella y con el torrente verbal que se despeña sobre uno desde el momento en que abre el libro hasta que lo deja, extenuado, ahíto, entusiasmado, irritado, muchas horas pero no muchos días después. Escribo torrente y también me quedo corto: la autobiografía de Claude Lanzmann es una catarata de palabras y nombres, un alud, una deflagración de acontecimientos, descripciones, chismes, digresiones descabelladas, y mientras uno lee en ella varias páginas dedicadas al funcionamiento y la historia de la guillotina o a las proezas de alpinismo o de vuelo sin motor o a las intrigas eróticas entre Jean-Paul Sartre y sus diversas amantes simultáneas o a las luchas internas por el poder en el seno de la resistencia argelina contra Francia, uno no sabe qué es más asombroso, si la energía física y verbal del que cuenta la historia o el esfuerzo del traductor, Adolfo García Ortega, por trasladar al español esa sobreabundancia mareante.
Seguir leyendo en EL PAÍS (15 / 1 / 2011)