Saco el libro del bolsillo y lo abro en el vagón del metro, en el mediodía del domingo lluvioso, e instantáneamente una voz humana llega a mí, me habla al oído desde una distancia remota: en el espacio, en el tiempo, en el idioma en el que sus palabras fueron originalmente escritas, en griego, tal vez en una tienda de un campamento romano rodeado por la negrura nocturna de un bosque en las fronteras orientales de Europa. Compré el otro día una edición austera y exquisita( Penguin, la colección Great Ideas) de las Meditaciones de Marco Aurelio, que leí por primera y única vez hace veinte años, y esta mañana me la he echado en el bolsillo del abrigo al salir de casa, más que nada porque se ajustaba bien a él. Quizás la lectura tan asidua de Montaigne estas últimas semanas ha influido en la elección. Y como pasa con Montaigne, la voz cercana se impone en el momento en que las manos abren el libro y los ojos leen las palabras: sin mediación, sin incertidumbre, una voz clara y limpia, tan próxima y tan venida de lejos, tan exactamente personal y contemporánea como si fuera una carta que acabo de recibir. Esto es lo primero que he leído mientras el tren viajaba a toda velocidad por el subsuelo de Madrid:
“Hay personas que cuando nos prestan un servicio no dudan en reclamarnos el crédito por él. Otras, sin llegar tan lejos, nos mirarán en secreto como sus deudores y tendrán muy presente lo que han hecho por nosotros. Pero también está el hombre que, podemos decir, no es consciente de lo que ha hecho, como la vid que produce un racimo de uvas y luego, habiendo entregado su fruto legítimo, exige tan poca gratitud como el caballo que ha corrido su carrera, o el mastín que ha alcanzado su presa, o la abeja que ha libado la miel. Como ellos, el hombre que ha cumplido una buena acción no lo proclama en voz alta, sino que sigue haciendo otra más, como la vid que continúa produciendo las uvas del verano siguiente”.