Diatriba del ilustrado

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En España los debates de la Ilustración no acaban nunca de pertenecer al pasado. En el siglo de Internet y de Google nos rejuvenece la necesidad de seguir vindicando principios que ya eran de sentido común en la época de las pelucas empolvadas. La sombra siniestra de Fernando VII se siguió prolongando sobre nosotros hasta bastante después de la agonía del general Franco. Y ya éramos adultos los que todavía andamos por el medio siglo cuando se establecieron con alguna firmeza en nuestro país algunas de las libertades de la revolución francesa o la revolución americana. Que en España haya corridas de toros y alegres fiestas patronales en las que con subsidio y bendición oficial son martirizados animales indefensos es una anomalía tan escandalosa como que los centros educativos de la Iglesia católica sean sostenidos por el dinero público o como que en las solemnidades religiosas de dicha confesión participen con regularidad e incluso con fervor representantes políticos de un Estado legalmente aconfesional. En el siglo XVIII monarcas ilustrados prohibieron la fiesta de los toros: en el siglo XXI su descendiente directo asiste jovialmente a las corridas y las preside a veces con la adecuada pompa, siguiendo el ejemplo del más torvo de sus antepasados, su majestad Fernando VII, que al mismo tiempo que suprimía por decreto las universidades restablecía la Santa Inquisición y las corridas de toros. Jovellanos reflexionaba hace más de dos siglos sobre la necesidad de aliviar la barbarie y la ignorancia españolas suprimiendo las diversiones públicas más brutales y más sanguinarias: en 1992 un Gobierno socialista promulgó un nuevo reglamento taurino en el que se autorizaban las llamadas banderillas de castigo y en el que se suspendía la prohibición a los menores de catorce años de asistir a las corridas. Todo un vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, daba ejemplo llevando a su hijo pequeño a los toros. A Jovellanos, y a los ilustrados de casi todas las generaciones posteriores, los obsesionaba la escasez de medios que podían dedicarse a la enseñanza, y la necesidad de elevar el nivel educativo de las clases populares como camino imprescindible hacia la justicia: el año pasado, en una época de graves recortes sociales, la llamada fiesta nacional recibió subvenciones por valor de seiscientos millones de euros, y la Junta de Andalucía siguió dedicando una parte de sus recursos y sus esfuerzos educativos a promover el conocimiento del mundo taurino entre los alumnos de los institutos, dado que se venía observando un alarmante declive en la afición a esa seña de identidad tan andaluza entre las nuevas generaciones: en 2009, más de 1.600 alumnos de 29 institutos de secundaria visitaron ganaderías y asistieron a novilladas.

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 «Muerte del alcalde de Torrejón», Goya, Madrid (1815).
«Muerte del alcalde de Torrejón», Goya, Madrid (1815).