Cuando llegue el lunes

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Por alguna esquina de los largos días de fiesta asoma de vez en cuando el hocico la pesadumbre laboral. Estábamos tomando unos gin tonics después de las campanadas y las uvas y este amigo se quedó un momento callado, mirando su copa. Tiene un puesto de responsabilidad en una de esas multinacionales españolas que hasta hace poco parecía que estaban comiéndose el mundo. Me ha hablado muchas veces del modo en que, durante los últimos años, se ha consumado una revolución sin que se diera cuenta nadie: la revolución de los más ricos, de los miembros de las cúpulas directivas de las empresas, que las compran y las venden y las someten a toda clase de trampas financieras no para hacerlas más sólidas o más competitivas sino simplemente para sacar ellos más beneficios a corto plazo, reduciendo costes, jubilando gente, urdiendo subcontratas, acumulando para ellos mismos sueldos y primas exorbitantes. Mi amigo me dijo en qué estaban pensando: el primer lunes que volviera a la oficina tenía que despedir por orden superior a catorce trabajadores. Conocía sus caras y sabía sus nombres. Y se preguntaba si no habrá alguien más que ya está preparándose más arriba para despedirlo a él.