Viene a verme Pablo Valdivia, que es profesor de literatura española en Amsterdam, y aunque sólo nos conocíamos por correo nos pasamos la tarde entera conversando. El padre de Pablo, Bonifacio, se dedicó durante muchos años a dar clases de lengua y literatura por institutos de la provincia de Granada. De vez en cuando me llamaba para que fuera a hablar a sus alumnos, me recogía en su coche y nos pasábamos el viaje hablando de todo, de libros y de política, de educación, de películas, de lo que fuera. Hacíamos algo de militancia en el instituto, nos tomábamos unas cañas al salir con otros profesores y Bonifacio me devolvía a mi casa. En esa época Pablo sería un niño, algo mayor que mis hijos, igual que su padre creo que es algo mayor que yo. Se aficionó en casa a los libros y empezó a estudiar filología hispánica. Se desalentó de la universidad española y aprovechó un Erasmus para irse a Inglaterra, enseñando y haciendo un doctorado, y hace poco solicitó un puesto en la universidad de Amsterdam y se lo dieron.
Eso puede sonar exótico en España, pero en el mundo exterior es normal: que una universidad ofrezca una plaza, que la gane alguien de fuera que no tiene ningún contacto ni ningún chanchullo en ella, incluso que no habla el idioma del país. Ahora Pablo es uno de esos jóvenes talentos españoles que han completado su formación en el extranjero y se han habituado a una cierta manera rigurosa de investigar y trabajar y empiezan a darse cuenta de que exactamente esas cualidades harán más difícil su regreso al país, en vez de facilitarlo.
Me gusta reconocer en el hijo rasgos de la cara del padre, igual que el fervor por lo que hace y le gusta. La diferencia es esa posibilidad de asomarse tempranamente al mundo que nuestra generación no tuvo, aunque tuvimos tantas otras ventajas respecto a nuestros padres. A la edad en que Pablo empezaba su doctorado en Inglaterra su padre o yo probablemente estábamos yéndonos a la fuerza al servicio militar. Ahora Pablo, que tendría cuatro o cinco años cuando yo publiqué mi primera novela, está preparando una edición crítica de Sefarad. Trae varias ediciones distintas y subrayadas de la novela y una libreta de formato escolar y hojas con cuadrícula llena de preguntas. Nos ponemos a charlar y se nos va la tarde. Le dejo antiguos cuadernos de notas, las primeras pruebas corregidas de la novela, algún libro de los que usé mientras la escribía. Hace diez años que terminé, y ha pasado tanto tiempo. Pablo se marcha con su gran sonrisa y con su mochila cargada de libros y cuadernos, pero antes de irse me cuenta algo de la entrevista que le hicieron para darle la plaza en Amsterdam. Una de las preguntas que al parecer contaban más y que más había que prepararse era por qué había solicitado uno precisamente ese puesto. Algo aturdido, él se olvidó de las respuestas que tenía calculadas y dijo la verdad: “Porque quiero estar más cerca de mi novia, que vive en Bruselas”. Y pasó la entrevista.