Don Manuel, o don Manolo, el patriarca, que tiene ochenta años desde hace un mes; los hermanos de Elvira, Inma, Lolo y César; las hijas de Inma, Laura y Patricia; César, Raquel, Nacho, los hijos de César; Antonio, Miguel, Arturo, Elena, nosotros dos. Los lazos de la biología se mezclan con los del amor y los afectos y lealtades construidos a lo largo de los años. Y en Úbeda, mi madre, con mi hermana, su marido, sus dos hijos, Úrsula y Francisco: al otro lado del hilo telefónico, como decían antes en las novelas.
Faltan palabras en el idioma para nombrar algunas relaciones muy hondas que hace sólo una generación habrían sido impensables, y que se entrecruzan con otros vínculos también presentes esta noche. ¿Cómo llamas al hijo de la persona amada, que tiene en otra parte a su padre o a su madre, pero hacia quien tú sientes un amor idéntico al que te une con tus propios hijos, quienes a su vez tienen otros lazos igual de sagrados?
Quizás porque tengo esta familia complicada que me importa tanto desconfío más de quienes resaltan por encima de todo los parentescos de sangre, o de ese modo agresivo en que se declara partidaria y defensora de la familia la derecha católica. Y me acuerdo de tantos amigos homosexuales que llevan formando familias hace muchos años y que sólo recientemente han podido casarse y adoptar hijos. Me he acordado hoy de Carlos y Salva, que como quisieron tener un hijo cuando aún no podían adoptar tomaron en custodia a dos hermanos nacidos en circunstancias familiares desastrosas, que habrían estado destinados a la marginalidad y probablemente a la delincuencia. El mayor aprobó la selectividad el año pasado. El pequeño ha resultado un talento para la música y lleva camino de convertirse en un virtuoso del piano. Quién puede calcular la firmeza, la paciencia, el amor que Carlos y Salva han puesto en sacar adelante a esos chicos, a los que ni siquiera podían llamar legalmente hijos suyos.
Será a eso a lo que se refiere la gente cuando habla de valores familiares.
Felicidades para todos.