¿Qué tiene la música, que se le sube a uno a la cabeza, exactamente igual que un vino de primera calidad, aguzándole la lucidez, en vez de amortiguarla, como una buena conversación, o una gran caminata? Como Elvira está en Lisboa, asistiendo al estreno de un cuento suyo que nuestra amiga Asun Planas convirtió en un monólogo extraordinario –La sorpresa del roscón- he pasado la tarde solo, leyendo y escuchando música, y visitando de vez en cuando esta conversación cotidiana, y a eso de las nueve me he preparado una cena simple y sabrosa que me gusta mucho: buen tomate aliñado con ventresca, pan blanco, vino tinto. Mientras cenaba he puesto bastante alto una antología de Louis Armstrong –The Ultimate Collection- que empieza con sus primeras grabaciones rudimentarias de 1924, y termina con las quizás menos interesantes de los últimos sesenta, que siempre conservan, en cuanto se lleva la trompeta a los labios o empieza a cantar, la maravilla de una musicalidad que tiene la fuerza de lo más primitivo, en el sentido más noble de la palabra, y la sutileza de lo más sofisticado. Me produce la misma ebriedad que una cantata de Bach que escuché esta tarde en la radio: el desbordamiento jubiloso de la belleza del mundo. En la energía con que Louis Armstrong toca la trompeta y sostiene las notas más difíciles hay una generosidad tan abrumadora como en los versos larguísimos de Walt Whitman, en los que cabe incondicionalmente la experiencia de la vida entera. Estamos acostumbrados a la gravedad del dolor, a la profundidad de la tristeza. Pero Louis Armstrong, que sufrió tanto de niño, que no perdió nunca la furia contra la injusticia del racismo y la pobreza, nos revela la profundidad de la alegría.
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