En muchos aspectos, y sin que ninguna ordenanza lo haya regulado, Nueva York es una ciudad bilingüe. Cuando llama uno por teléfono a muchos centros oficiales, o a la compañía telefónica, o a la del gas y la electricidad, o a la de la tv por cable, o al banco, después de la voz grabada en inglés viene otra en español: “para continuar en español, pulse 1”. Por supuesto, todos los trámites del censo y de la Seguridad Social se pueden hacer en español. Muchos avisos y carteles publicitarios en el metro están en los dos idiomas. Algunos, los de las telenovelas, sólo están en español. También están sólo en español muchas veces los carteles en las puertas de los restaurantes solicitando fregaplatos. Cuidado, también en las tiendas de lujo suele aparecer alguien que habla español cuando conviene. Cuando trabajaba en el Cervantes me reuní con banqueros a los que les organizábamos cursos de español para los ejecutivos. Lo digo por la broma despectiva que se escucha a veces de que el español en Estados Unidos sólo lo habla el personal de servicio.
En Nueva York aprende uno, con considerable alivio, y bastante agradecimiento, que el español es una lengua tan poco nacional como el inglés. También aprende que el español de España no es la norma, ni la versión mayoritaria, sino una variante entre otras muchas, con las que se encuentra cada día: uno aprende a distinguir acentos de países, sus músicas tan variadas, y a apreciar las diferencias que enriquecen la lengua común, sin impedir su casi perfecta transparencia para todos sus hablantes. En el aula donde yo volveré a dar clases a partir de enero habrá seguro gente que venga de casi cualquier país de América Latina, y de España. Instintivamente, todos rebajamos un poco al comunicarnos lo más local y específico y subrayamos lo común. Los chistes son inevitables, y consabidos: a los chilenos les da tanta risa que haya en España una cordillera que se llama los Picos de Europa como a nosotros que en Chile alguien compre un billete de lotería y se saque la polla, y por razones parecidas. Por no hablar del inextinguible jolgorio rioplatense con la Bahía de la Concha o el segundo apellido del director de la Academia, o con la costumbre española de tener relaciones sexuales con los autobuses, o con los resfriados.
Por razones de cortesía, y de comprensión mutua, en una reunión en la que hay personas que tienen distintos idiomas de origen, la conversación se establece con naturalidad en el que domina todo el mundo: si hay cuatro hispanoparlantes y un anglo, y éste sólo habla inglés, el inglés será el idioma en el que hablemos todos. O viceversa. Cuando las lenguas se cargan de demasiados significados políticos se olvida de que existen para entenderse, no para ponerse barreras.
A la secretaria que yo tenía en el Cervantes, una neoyorquina hija de padres dominicanos, perfectamente bilingüe y admirablemente llamada Nairoby Peña, me costaba mucho explicarle el motivo de que los impresos que a veces tenía ella que rellenar para hacer trámites con la Generalitat de Cataluña sólo estuvieran en catalán o en inglés.
En el Instituto ofrecíamos clases de catalán y de euskera, y el día 23 de abril se leía en público el Quijote y a quien participaba en la lectura se le regalaba una rosa de Sant Jordi.También había la opción de leer el Tirant lo Blanc, al que era tan aficionado Cervantes. Con la Alianza Francesa, el Instituto Goethe, el Italiano y el Checo, fundamos una jornada de la literatura europea. El segundo año, quien leyó en representación de España fue Quim Monzó y lo hizo en catalán. Este tipo de actividades son normales en cualquiera de los Cervantes que hay por el mundo, aunque curiosamente no se reflejen mucho aquí. Quiero decir que no hay por qué siempre afirmar negando.
Que el español sea una lengua desvinculada de España puede desconcertar lo mismo a los nacionalistas españoles que a los antiespañoles, y debería tranquilizarlos, creo yo: el idioma no corre ningún peligro, como claman los unos, por el hecho de que tenga que compartir espacios con otras lenguas dentro de nuestro país. El porvenir del español no depende de España. Y si los otros comprendieran esa anacionalidad o supranacionalidad lo verían como una ventaja, y no como una especie de lacra o una torva emanación del centralismo de Madrid. Cada vez habrá más gente que hable español sabiendo poco o nada de España.