Mañana me voy a Sevilla, por gusto. Por el gusto de pasar dos horas y media en el AVE y de llegar a la hora de las tapas y las cañas a Sevilla, y sobre todo de encontrarme con mi amigo Pedro Ruiz Morcillo, con quien presentaré por la tarde, en el paraninfo de la universidad, su libro Una escuela de beneficencia( publicado por la editorial Letra Aúrea) que es el testimonio de casi cuarenta años como profesor de Instituto. A Pedro, Perico, lo conozco desde la mitad de los años setenta, cuando él ya se dedicaba a la enseñanza y también al activismo político de izquierdas y yo era un estudiante desganado de historia en la universidad de Granada. Perico venía de esos grupos cristianos comprometidos con las causas sociales y la militancia antifranquista que hacían largas reuniones confabulatorias en los sótanos desangelados de las iglesias de barrio. Pero sobre todo era un profesor vocacional, exigente y cordial con sus alumnos, generoso en su entrega, animado por el idealismo práctico de ofrecer a aquellos chicos y chicas de barrios trabajadores el mejor acceso posible al conocimiento, de contagiarles el deseo de saber. Los alumnos lo adoraban y le llamaban Perico y no don Pedro, y sin embargo no le perdían el respeto.
Tenía talento y empuje para la acción política, y podía haber llegado a donde quisiera. Pero en cuanto pasaron los primeros fervores de la Transición y la política empezó a profesionalizarse con el cebo de los sueldos y los cargos Perico prefirió recluirse en su instituto de Sevilla y dedicarse a lo que más le gustaba, la enseñanza. Desde que se marchó de Granada nos veíamos con mucha menos frecuencia. Podían pasar meses, o años, pero nos encontrábamos y nos reíamos igual que siempre y compartíamos exactamente los mismos entusiasmos, las mismas desolaciones. Cada vez que yo iba a Sevilla a presentar un libro o a dar una charla me escapaba en cuanto podía de mis compromisos para quedar con Perico, y con su hermana Teresa, amiga mía desde siempre, desde las bancas del instituto San Juan de la Cruz de Úbeda. La perduración de la amistad le ensancha a uno el alma.
Ahora que se ha jubilado de la enseñanza Perico ha vuelto a sus militancias antiguas de cristianismo social -creo que anda ayudando en comedores para inmigrantes- y ha revisado y reunido en un libro sus artículos de muchos años sobre el estado de la enseñanza en Andalucía, y en gran medida en España. No es un pedagogo, ni un experto en jerga, ni un político: es un profesor que ha pasado su entera vida adulta en las aulas y cuenta lo que ha visto. Es un hombre de izquierdas que lleva en el corazón la causa de la igualdad y la idea de que el conocimiento es la mejor arma para que las personas desarrollen al máximo sus capacidades, para que los pobres puedan salvarse de la marginalidad y los ciudadanos ejercer su soberanía. El libro tiene mucha tristeza, mucho sarcasmo, mucho dolor por las grandes ocasiones perdidas, mucha rabia, mucha valentía. Yo lo leo reconociendo en él la voz de mi amigo, su integridad personal, su sentido del humor y de la justicia, y pienso en todos los alumnos que tendrán con él una deuda de gratitud como la que yo tendré siempre con algunos de mis maestros y mis profesores.
Pero sobre todo estoy impaciente por llegar mañana a Sevilla, darle un abrazo e irme de paseo y de tapas con él.