Una carta, dos vidas

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Uno sabe el lugar que ocupan en su propia vida los libros que escribe: lo que no sabe, casi nunca, es el lugar que tendrán en las vidas de los lectores que elijan acercarse a ellos, o que los descubran por azar, por un regalo, por esa palpitación fortuita que nos lleva a elegir en la estantería de la biblioteca o en la mesa de novedades un libro sobre el que no sabemos nada. La parábola del sembrador en el Evangelio trata de algo parecido: la palabra como semilla que cae en terreno baldío, o en terreno fértil, o que alimenta a los pájaros(lo cual tampoco está mal). También sucede con la música. Recuerdo ese libro confesional de William Styron, Darkness Visible, Oscuridad Visible, que es el relato despojado de su descenso a la depresión, hasta ese punto en el que no queda más deseo que cerrar los ojos y no despertarse más. Él empezó a sanar gracias a que escuchó una música, la Rapsodia para contralto de Brahms, que tiene tanto de expresión del dolor y a la vez de consuelo y absolución del dolor.

Hoy Elvira me enseña una carta que acaba de recibir, de una lectura que le cuenta el lugar decisivo que ella, Elvira, ha ocupado en su vida, gracias a una novela, Una palabra tuya, que ya contiene en el título esa esperanza de consuelo y de cura que hay en lo que se dice o se escribe con verdad. Le pedimos a la literatura que nos dé algo más que literatura. En momentos graves de la vida le agradecemos a la música un estremecimiento que no es sólo el de la belleza. Esta mujer perdió a su hija en los atentados del 11 de marzo de 2004. Le quedaba otro hijo, pero su único deseo era morir. Esto es lo que escribe:

Procuraré no cansarte y explicártelo brevemente. Tras el atentado pasé un tiempo bastante prolongado en el que la vida me dolía mucho, me era insoportable seguir adelante a pesar de la medicación del psiquiatra, las visitas a la psicóloga y a todas mis múltiples amistades que se volcaban conmigo. Mi cabeza daba vueltas contínuas para buscar un medio fiable, rápido y seguro para poner fin a tanto dolor y un día, de repente, me trae  mi marido, tu última obra en 2005 “Una palabra tuya”. Hasta ese momento sólo podía concentrar mi atención en libros de Jorge Bucay (“El camino de las lágrimas”) y algunos otros de autoayuda. Tu libro fue el primero que conseguí leer concentrándome y entendiendo todo. Desde el principio me enganchó y cuando llegué a la página 246 se encendió una luz en mi mente y cambié totalmente de pensamientos: “…Milagros no quería rezar en la tumba de su madre, no quería, los hijos de las suicidas nunca perdonan… Los niños quieren a sus madres aunque estén locas…pero ese amor incondicional que todo lo perdona se acaba, como cortado de raíz, si la madre se quita la vida…” De repente me di cuenta del terrible sufrimiento de mi hijo, de que había perdido a su media vida como él denominaba a su hermana (siempre fueron dos almas gemelas, inseparables, con una relación asombrosamente buena) y que yo estaba planeando hundirle aún más. Me imaginé a mi hijo odiándome, no queriendo nombrarme siquiera, no perdonándome que yo hubiera acabado con mi vida sin importarme él. Y desde ese momento mi actitud cambió radicalmente y empecé a experimentar una fuerza interna que me llevó a progresar aceleradamente y de forma positiva. Desde aquel momento yo te estoy agradeciendo que me salvaras la vida porque la vida es un regalo que no tenemos derecho a despreciar cuando hay tantas personas que se van de ella muy a su pesar”.

Le pregunto a Elvira de dónde sacó esa frase tan firme, tan inflexible, los hijos de las suicidas nunca perdonan, y ella, todavía conmovida por la carta, se encoge de hombros y dice que no sabe, que ni siquiera se acordaba de haberla escrito. Quizás nunca se escribe mejor que cuando se hace un poco a ciegas, a tientas.