Ayer de madrugada llego a Madrid con fiebre, con el agotamiento de la noche entera de viaje, con dolor de muelas, y me meto en la cama. En Nueva York hacía una tarde de sol transparente y helada. Madrid está vacío, silencioso, con niebla en la autopista del aeropuerto, con un cielo bajo de lluvia. En el jardín ya invernal sólo el membrillo conserva sus hojas amarillas. En los relojes de la casa son las ocho y media de la mañana. En el mío dura aún la noche de ayer en Nueva York. Me acuerdo de algo que leí hace años en los diarios del capitán John Franklin, que exploró las regiones boreales de Canadá buscando el paso del noroeste hacia el Pacífico: cuando llevaba avanzando rápido durante mucho tiempo, los guías indios de la expedición se paraban de pronto y se quedaban sentados, aunque no dieran muestras de cansancio. Era para dar tiempo a sus almas rezagada a que se reunieran con ellos.
Adormilado en la cama, con el sueño inquieto de la fiebre, oigo la lluvia golpear en el tejado y en los cristales. La fiebre no llega a ser desagradable, tan solo acentúa el cansancio, la desgana de levantarse. Entre el sonido de la lluvia y el sueño se me va el día y una de las veces en que abro los ojos sin saber bien dónde estoy ya es de noche. Por primera vez en no sé cuánto tiempo no siento urgencia de nada. Nada de inquietud por lo que debería hacer y no hago, ni rastro de ese remordimiento más o menos confuso que me acompaña tantas veces: las cartas no contestadas, los artículos por entregar, las peticiones a las que es preciso responder educadamente que no. El tiempo permanece quieto, pasa despacio, sin apuro. No leo, no hago planes, no calculo fechas. Hay quien es acreedor de nacimiento. Yo nací deudor. Estar enfermo trae en alivio inmenso de una coartada: no ante los demás, sino ante el peor de todos los acreedores, que soy yo mismo.