La realidad

Publicado el

Llevo bastantes años pensando que España es un país instalado parcialmente en la irrealidad. Me recuerda las aventuras de don Quijote y Sancho en el palacio de los Duques, consagrados a fiestas y celebraciones barrocas y cacerías y simulacros justo en la época en la que el país donde habitaba Cervantes caía en la quiebra, poblado de hambrientos y mendigos, consumido por guerras absurdas y tontos sueños de grandeza imperial. Salvo las personas golpeadas sin remedio por la realidad -el que pierde un trabajo y no encuentra otro, el enfermo, el excluido, el perseguido, el tirado en la calle, el acosado por los terroristas y sus matones- me daba la impresión de que tanto la clase política como los medios públicos y privados se conjuraban para inducir en la ciudadanía un estado de delirio: se podía disfrutar de una plaza escolar o universitaria casi gratuita y no esforzarse en estudiar; las administraciones públicas se encargaban paternalmente, como padres majetes o supermajetes, de proveer entretenimiento gratuito, de construir “botellódromos”, de cultivar el halago; si alguien ponía alguna objeción a la fiesta, o recordaba la necesidad del esfuerzo, del rigor, de la búsqueda de la excelencia, se le miraba peor que a un reaccionario o un avinagrado: era un antiguo. Las autonomías, los ayuntamientos, cancelaban el espacio público civil en nombre de algo más cálido, más cercano, más casero, el confortable “nosotros” de las raíces, la idiosincrasia compartida, la identidad narcisista y convenientemente asediada por esos otros a los que podía echarse la culpa de todo: “esos de Logroño”, como dijo Arzallus en ocasión memorable, “Madrid”, los españoles, los peninsuales, los ásperos castellanos que en 1492 invadieron el paraíso moruno y multicultural andaluz, etc. Una nebulosa providencia lo regalaba todo, sin necesidad de que se diera nada a cambio, ni las gracias: la escuela, la universidad, el médico de urgencias, el concierto de rock, las vaquillas, los fuegos artificiales, las libertades, un cierto número de puestos de trabajo, para los cuales no hacía falta más cualificación que el parentesco o la amistad con un político. También ellos, los políticos, servían para cualquier cosa: para ser hoy alcalde y mañana consejero de sanidad o presidente de la caja de ahorros o director de un museo; para tener un cargo internacional sin hablar idiomas, para ser ministro de cultura sin haber abierto nunca un libro.

Hoy publica el New York Times un artículo inquietante sobre las diferencias cada vez mayores entre la parte de Europa que está saliendo de la crisis y la que continúa empantanada en ella, atrapada en el espejismo del euro. Hace unos años se nos decía triunfalmente que estábamos entre las ocho grandes economías del mundo: en ese artículo se explica que en los índices de productividad España ocupa el puesto 42. El que no se consuela es porque no quiere: Portugal está el número 46, Italia el 48, Grecia el 83.

España no está en el filo del abismo todavía”, dice un economista en el artículo, “Pero sí a unas millas de distancia, y avanzando muy rápido”. Mientras tanto, mientras cada vez hay más gente que no tiene trabajo ni esperanza de encontrarlo, o que malvive con becas tramposas y contratos basura, medio país queda paralizado por el puente.

No entiendo nada.