Dice el pintor Juan Genovés que hay cuadros fotogénicos y otros que no lo son, y que a los cuadros fotogénicos les pasa muchas veces como a las personas fotogénicas, que defraudan cuando se los encuentra en el mundo real. Dice también Genovés que los cuadros hay que mirarlos sentado, y no de pie, sin prisas y no con ese cansancio errante de los museos, que deja los pies doloridos y la mirada desganada. Ahora, cada vez que entro en un museo o en una galería de arte, me acuerdo de Genovés y me fijo no sólo en si la iluminación es buena o si la primera impresión es favorable, sino también en si hay bancos confortables y bien situados. No suele haber muchos, la verdad, pero cuando se encuentra uno que permite mirar reposadamente una obra admirable -y no hay mucha gente tapando la vista- la ventaja es notoria. Genovés, que tiene tan buena memoria para los cuadros como para los buenos bancos que hay delante de algunos de ellos, se acordaba de uno situado en los Uffizi justo frente al Nacimiento de Venus, y en seguida hizo un gesto de reconocimiento cuando yo le hablé del que está delante de un gran rothko hecho de gradaciones de negros y violetas en el Metropolitan de Nueva York. Con alguna frecuencia, y en épocas distintas de nuestras vidas, los dos hemos disfrutado de ese banco. Ahora, en la Frick Collection, han cambiado de sitio La Forja de Goya, y le han puesto delante un banco gracias al cual uno tiene el sosiego y el descanso necesario para mirar ese cuadro tremendo, que tiene una sugestión de mitología infernal y a la vez es un retrato fidedigno del trabajo humano: el metal candente y la tensión de los músculos, las cabezas inclinadas, el martillo que se levanta por encima de ellas y que parece que lo mismo puede descargar su fuerza sobre el hierro al rojo vivo que machacar un cráneo.
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