Toda una vida

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Los hijos son la medida verdadera del tiempo. El paso de veinticuatro años sería una duración abstracta como cualquier otra si no fuera porque es el tiempo entero de la vida de Arturo, que los cumplió ayer, hoy todavía para mí. Lo llamo para felicitarlo y me cuenta tareas, lecturas, proyectos. Trabaja por su cuenta desde hace unos meses traduciendo libros y subtítulos de películas. Toca la guitarra en un grupo de música pop que se llama Pájaro Jack, con el que da conciertos aquí y allá, con bastante éxito, la semana que viene en Madrid. Siempre que es su cumpleaños le recuerdo que su venida al mundo para mí está asociada a una música. El 2 de diciembre de 1986 yo estaba escuchando un LP que me entusiasmaba entonces y me sigue entusiasmando ahora, del cuarteto sin piano de Gerry Mulligan y Chet Baker. La canción que estaba sonando era Lines for Lyons o Carioca, una de las dos. Marilena, su madre, se puso de parto y tuvimos que salir hacia el hospital, yo agitando un pañuelo por la ventanilla trasera de un taxi, en la tarde fría de Granada. Arturo vino al mundo con gran rapidez. El médico me lo puso en los brazos, diminuto y muy colorado, y me dijo: “Es muy pequeño, pero está muy sano”. No había pijama que no le viniera grande.

Ahora es un hombre joven que ha crecido en una democracia y ha viajado mucho más de lo que yo hubiera soñado a su misma edad, yo que tenía una vocación tan fugitiva y viajera. Durante un año de Erasmus, en la universidad de Brighton, Arturo dio ese salto súbito y apasionado que nos hace adultos en la vida y se hizo un lector de la gran literatura inglesa. En vez de tomar apuntes pasivamente en un aula española, se vio forzado a leer cada semana una novela y discutirla de tú a tú con un profesor. Sin que yo le hubiera dicho nada encontró un libro que a mí me había marcado cuando tenía más o menos su edad, las Confesiones de un comedor de opio inglés , de Thomas de Quincey. Ese libro y el Spleen de París de Baudelaire me llevaron a escribir las crónicas semanales de El Robinson urbano, y a empezar a ser un escritor. Los 24 años yo los cumplí en el cuartel de Infantería de Montaña de San Sebastián. Otra época.

Cuando Arturo nació tenía medio escrita El invierno en Lisboa. Recuerdo la sensación de volver a la novela, en la que trabajaba muy intensamente, después de los días pasados en el hospital, los primeros de su vida, que para él están más allá de la memoria. Era funcionario municipal y escribía por las tardes. Fumaba Fortuna -Marlboro de vez en cuando- y bebía whisky Dyc, y a veces JB. Pensaba vagamente que había una conexión entre el tabaco, el whisky y la inspiración literaria. Pero lo cierto es que mis personajes de entonces fumaban y bebían mucho más que yo, y tenían vidas mucho más aventureras. Yo pensaba que por un lado estaba la vida y por otro la literatura, y que no había mucha conexión entre las dos, o al menos yo no sabía encontrarla. Más tarde me di cuenta de que para un escritor, o al menos para mí, la paternidad es una de las experiencias más formativas que pueden conocerse.