En el gran vestíbulo subterráneo del metro en Times Square, entre el ruido de los trenes y la prisa y el galope de la gente, me llama la atención un sonido cercano, una música. Me dejo guiar por ella, casi la pierdo, y pronto encuentro su origen. Un hombre africano, sentado en el suelo, apoyado contra la pared de azulejos, está tocando un instrumento de cuerda, de caja abombada y mástil muy largo, de una belleza extraordinaria. Lo sostiene entre las rodillas, las cuerdas de cara a él, y toca con las dos manos, o más exactamente con el pulgar y el índice de cada mano. Los otros agarran dos mangos laterales que mantienen el instrumento en posición vertical. Produce una melodía extraña, monótona, muy dulce, muy rítimica, de una manera sosegada. Los índices y los pulgares se mueven con una soltura deslumbrante, como pulsando las cuerdas de un arpa, o los hilos de un telar. La caja de resonancia es la mitad de una gran calabaza, cubierta por un parche de piel de vaca. El hombre tiene al lado un pequeño amplificador, y un micrófono cerca de la cara. De vez en cuando canta algo, una o dos estrofas, en un tono casi de conversación, como si contara una historia. Qué estará contando, en qué idioma. Después me entero de que en África Occidental los músicos de kora son también narradores orales.
El músico, joven, con una cara plácida, ve que alguien se ha parado a escucharlo entre tanto tumulto y me sonríe haciendo una inclinación. Dejo un par de dólares en su bolsa abierta y le pregunto que de dónde viene. “De Gambia”, dice, y me las gracias, mirando de soslayo la propine que acabo de dejarle. Luego le digo adiós y me marcho, porque tengo prisa, y me da pena que el sonido de la kora y el de la voz del narrador se vaya perdiendo a mi espalda, ahogados por el fragor de los trenes.
De pronto no hay sonido más bello que el de esa música inesperada.