Caminata y cine, en este lunes de extraña primavera de noviembre. Bajo por Broadway hay la una y el sol cálido me da directamente en los ojos, y a los pocos minutos ya sobra el abrigo. Qué raro pensar que en España hace mucho más frío que aquí y hay avisos de nieve. Bajo por Broadway y luego derivo hacia el este, hacia Amsterdam y Columbus , el sol siempre en la cara. Pienso en lo poco que se parece el Nueva York desastrado de esta parte de Broadway y de las zonas puertorriqueñas de Amsterdam a la imagen pija del turismo de compras en las tiendas del Soho y de aquella serie absurda, Sex and the City: restaurantes baratos, ultramarinos regentados por coreanos, con sus puestos de flores en la acera, barberías puertorriqueñas o dominicanas, ferreterías casi siempre regentadas por árabes, cuchitriles que lo mismo pueden ser talleres de zapateros remendones que despachos de abogados de muy dudosa solvencia. Y oficinas de bancos, cada vez más, Starbucks, sucursales gigantes de las droguerías y farmacias Duane Reade, McDonald’s. Cerca de los McDonald’s siempre rondan mendigos negros. Mucho más abajo, en torno a la 72, hay un homeless con un letrero escrito en un trozo de cartón que siempre me ha intrigado: Hungry Jew- Shalom.
Hago un alto en el Café Frida para tomarme unos tacos al carbón y una Negra Modelo, mirando a la gente que pasa por la calle. Cuando estoy solo me vuelvo muy frugal. Casi todo el mundo pasa absorto en la pantalla de un móvil, tecleando mensajes, hablando por el manos libres como los locos que hablan solos. En las cabinas casi siempre maltratadas o abandonadas de Nueva York ya solo hablan por teléfono los locos, que sujetan el auricular con manos grandes y sucias y escarban siempre en la ranura de las monedas.
En los cines de Lincoln Plaza, donde siempre hay buenas películas minoritarias o europeas, veo un documental que me deja una impresión muy profunda, Inside Job, de Charles Ferguson, sobre el origen, el desarrollo y las consecuencias de la gran crisis financiera que estalló en 2008 . El documental es un relato luminoso y despiadado sobre el modo en que un grupo de grandes financieros y directivos de bancos conspiraron para lograr que se acabaran las regulaciones y los controles públicos sobre sus manejos de ilimitada codicia. Compraron a los gobiernos, manipularon a los congresistas para que aprobaran leyes hechas a su medida y bloquearan las que podían perjudicarles aunque fuera lo más mínimo, ocuparon las cátedras de economía de las grandes universidades. Pasaban del gobierno a los bancos, de los bancos al gobierno, del gobierno a las universidades y a las asesorías multimillonarias. Empezaron a hacerlo en los años de Reagan, siguieron en los de Bush y Clinton, alcanzaron su máxima impunidad en la época de Bush hijo, han seguido gobernando, más o menos los mismos, en el equipo de Obama. Después de hundir a sus bancos y de recibir miles de millones de dinero público para reflotarlos esos mismos directivos se han retirado cada uno con cientos de millones de dólares, en unos años en los que el 1 por ciento más rico de la población posee el 23 por ciento de la renta del país. El primer episodio de la película sucede en Islandia: en 2000 tenía tres bancos, los tres públicos. Fueron privatizados por un gobierno conservador y en menos de 10 años habían acumulado una deuda de 130.000 millones de dólares, diez veces el producto interior bruto del país, ahora en la ruina.
Habla un psicólogo especialista en tratar a ejecutivos de Wall Street. Habla una madame de prostíbulo de pelo platino, moreno de lámpara y cara hinchada de bótox: los dos cuentan que esos individuos no tienen límite en sus ambiciones, y que son grandes hombres de familia que gastan fortunas en cocaína y en sexo de pago. A casi ninguno de ellos se le han pedido cuentas seriamente. Habla el presidente del Fondo Monetario Internacional y parece que uno escucha a un agitador proletario: “Los pobres son los que pagan todo esto”.